“En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Tan pronto como Isabel oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Te digo que, tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de alegría la criatura que llevo en el vientre. Bienaventurada tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. (Lc. 1, 39-45)
Compartir una alegría
Os invito a que contemplemos esta escena. El encuentro de dos mujeres, que se quieren mucho, que son primas y que comparten una gran alegría, van a ser madres. Quizás para entenderlo mejor os invito a las madres a recordar cuando os quedasteis embarazadas por primera vez. ¿A quién llamasteis? ¿A vuestro esposo, a vuestra madre, a vuestra mejor amiga, a una prima? Cuando la alegría nos desborda, lo primero que nos sale es comunicarlo, anunciarlo a los cuatro vientos, y del mismo modo lo recibimos, como le ocurre a Isabel: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Te digo que, tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de alegría la criatura que llevo en el vientre.”
¿Quiénes son estas mujeres?
Veamos ahora a estas dos mujeres que son las protagonistas del relato.
María es una joven de pueblo, desposada con José y embarazada “de soltera”. Dios escogió a María, le pide permiso para nacer, como uno de tantos. No escogió a una princesa o una reina, o a una mujer poderosa, sino a una joven de pueblo, sencilla. Y recordemos como nace Jesús, no en un palacio, ni siquiera en una casa, sino como un refugiado. María y José tienen que salir de su país para ir a Egipto, sin papeles, y en el tránsito, da a luz en una cuadra entre animales, porque nadie les abrió sus puertas, su hogar, ni había sitio para ellos en la posada. A veces idealizamos el portal de Belén, con las lucecitas, las figuritas,… pero caigamos en la cuenta que Jesús nació en un pesebre, entre animales, oliendo a “mierda” (con perdón), porque nadie abrió las puertas de su casa a José y María.
Isabel era la prima de María, mucho mayor que ella. Estaba casada con Zacarías, y vivían con mucho pesar que ya ancianos no habían tenido hijos. Nos dice la Biblia que Isabel era estéril. Fue de nuevo, la promesa de Dios que llega a la vida de Isabel y la escoge para dar a luz a Juan, el Bautista, que “será grande a los ojos del Señor”, el precursor de Jesús. En la antigüedad la esterilidad era una maldición y una humillación en la comunidad. Dios escoge a Isabel, la humillada, para ser cauce de salvación, de promesa.
Con María e Isabel nos damos cuenta de que Dios se hace presente en nuestras vidas a través de lo sencillo, de lo que nosotros muchas veces menospreciamos, humillamos,…
Bienaventurada tú que has creído
“Bienaventurada tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.
La referencia que resuena en cada una y cada uno de nosotros son las Bienaventuranzas. Las bienaventuranzas son el centro de la predicación de Jesús, como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham, pero actualizándolas. No importa lo difícil que sea la situación que estemos viviendo, que el Señor no olvida su promesa: Las bienaventuranzas a los pobres, a las personas perseguidas, a los desposeídos,…
Hoy a María y a cada uno de nosotros el Señor nos dice: “Bienaventurada tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.
Se pone en camino
María siente tanta alegría por el embarazo y por la visita del Ángel que no se la guarda para ella, sino que es algo tan grande que se pone en camino y se va a contarle la buena noticia a su prima querida. Sale de su zona de confort, no se queda en casa,… Otros se pondrán pronto en camino, los Reyes Magos… Melchor, Gaspar y Baltasar salen de su casa, agradecidos como María, “peregrinos, a la intemperie, llevan lo más preciado, porque saben que lo que no se da se pierde, buscando el sentido de la vida, al que esperan con anhelo, al príncipe de la esperanza, al que todo lo hace nuevo”.
Dios nos visita, se hace uno de nosotros, pidiéndole permiso a una muchacha joven e inexperta, a una pueblerina, de una aldea sometida a un imperio, en el corazón de una familia refugiada, nacido en una cuadra, porque nadie les dio posada,…
Dios sigue presente en ese “resto de Israel”, el garante de la promesa del pueblo elegido desde antiguo, que se manifiesta a través de lo pequeño, lo estéril, lo despreciado,… que nos desborda de alegría, de esperanza, de agradecimiento,… que nos moviliza y nos pone en camino como a María, para comunicar con alegría una buena noticia.
Ojalá que podamos vivir este misterio de la encarnación en nuestras vidas, el misterio de la Vida con mayúsculas.
Que el Señor nos bendiga y nos guarde, nos sostenga en el camino.