Los “iconos” están de moda. Para algunos se trata simplemente de una cuestión estética. Otros ven en ellos algo exótico que los atrae irresistiblemente sin saber exactamente por qué. Otros, en fin, creyentes y no creyentes, reconocen en ellos una fuerza espiritual característica de las iglesias de Oriente. Y aún en las iglesias de occidente, más marcadas por fuertes corrientes iconoclastas que tendían a rechazarlos, nos dejamos tocar el corazón por la misteriosa belleza de los mismos. Los jóvenes de hoy, sobre todo, más sensibles a la imagen en una civilización de la imagen, se sorprenden de la luminosidad de esos iconos, una luz que viene de otra parte, una luz que les habla de Dios y de la persona humana.
En efecto, lo creyentes encontramos algo más que misterioso en la belleza y verdad de los iconos. Esa atracción nos llena de gozo porque sospechamos que esa belleza y esa verdad salen de la mirada misma de Dios. En Él, en la contemplación silenciosa desde el fondo del corazón, podemos escuchar las energías divinas que sostienen al mundo y que conducen la historia, y nos hacen vibrar con el corazón de este mundo y de nuestra historia ya trasfigurados.
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