El Reino de Dios se parece a una gran fiesta, donde hay comida abundante para todos (Mateo 22, 1-14). Jesús pone el ejemplo de la fiesta por excelencia, la boda de un hijo. La fiesta de las fiestas.
Dios nos invita a la fiesta del Reino, una fiesta donde todos tendremos cabida, hasta los que nunca han sido invitados a nada importante. Dios nos quiere tener sentados a su lado, en una mesa larga donde todos tengamos nuestro lugar, donde nadie se quede fuera y haya comida abundante.
Esta invitación parece que nadie la puede rechazar, ¿no os parece? ¿A quién no le gusta sentarse a la mesa y celebrar? Bastante tenemos en ocasiones con vidas intensas, trabajos a veces desbordantes, sinsabores, preocupaciones. ¿Cómo decir que no a una propuesta así? ¿Cómo excusarse o rechazar un encuentro que nos puede cambiar la vida?
Como en otras parábolas del Reino, Jesús presenta la Historia del Pueblo de Israel; una historia donde los primeros convidados y más formales, dan la espalda o rechazan la invitación, más aún, a veces apartar o aniquilan a aquellos profetas que denuncian las injusticias y anuncian la buena noticia.
Esto también nos pasa a nosotros hoy, como a los invitados: “Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos.”
Vivimos y nos creemos tan independientes, tan sabe-lo-todo, tan autosuficientes que ya nada necesitamos de nadie, y parece que menos de Dios. La soberbia se apodera muchas veces de nuestra vida y sin darnos cuenta de nuestro futuro, dando la espalda a quien nos tiende la mano y nos invita a celebrar, a mirar a la vida con esperanza.
Pero Jesús nos quiere dejar claro con esta parábola, que el Reino no es un club privado sino una gran fiesta a la que todas las personas somos invitadas. De hecho, muchas veces aquellas personas que la sociedad aparta o demoniza, sienten una necesidad mayor de celebrar, de sentirse en casa, de abrir su corazón y de acoger una invitación.
Así mandó a que “los criados salieran a los caminos y reunieran a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales”.
También hoy en día estamos llamados a ir a “los cruces de los caminos”, donde caminan gentes a las que no vemos a menudo, personas que no tienen tierras ni negocios, a aquellas a las que nunca nadie ha invitado a una fiesta. Ellas parecen entender mejor que nadie la invitación de Dios.
A veces cuando visitamos contextos más desfavorecidos, o incluso cuando nosotros los vivimos en primera persona, nos sorprende ver, como en condiciones muchas veces de necesidad puede haber tanta alegría y esperanza.
Seguro que todos recordamos alguna experiencia de este tipo. Los que trabajamos con comunidades migrantes, que han tenido que abandonar su hogar, que han sentido la necesidad de conocer a gente nueva, de recibir apoyo para rehacer sus vidas,… muchas veces aun pese a las precariedades, se percibe ilusión, esperanza, ganas de celebrar y de encontrar a Dios.
Hay personas que esta experiencia o esta vivencia de acogida la tienen tan interiorizada que realmente hacen de cada encuentro una fiesta a la que te sientes no solo convidado, sino uno de los invitados principales.
Os cuento lo que me pasó este lunes. Estaba esperando para embarcar hacia Eslovenia en el aeropuerto de Bruselas y en la puerta de embarque de repente veo a una amiga eslovena que conocí hace 28 años en Valladolid. Un encuentro que me dio mucha alegría y fue toda una sorpresa. Sin tener nada preparado, en una tarde tuve la gran suerte de que me abriera las puertas de su hogar y conocí a su esposo, a sus hijos y demás familia, mientras eres agasajado con la rica cocina eslovena, y después me hicieron un tour por el centro de Ljubljana, contemplando la ciudad al final de la tarde desde su castillo. Melita, sin dudarlo me abrió las puertas de su hogar, hizo una fiesta en mi honor y me sentó a su mesa con los suyos.
¿Qué aprendemos de todos estos encuentros? Hoy recibimos dos invitaciones. Por una parte, una invitación a transitar los cruces de camino, allí donde uno se encuentra a ras de tierra, donde el sol curte, y la lluvia cala, allá donde nos encontramos de igual a igual con los demás, y donde se obra el milagro de la vida. Solo allí uno es capaz de recibir la invitación de Dios con un corazón de carne, lejos de nuestras torres de marfil y burbujas, o nuestros sótanos o bunkers donde no dejamos entrar un rayo de luz.
También somos invitados a compartir, a celebrar en la vida cotidiana, a anticipar el Reino de Dios, donde abramos nuestros corazones, nuestras casas. Donde convidemos y celebremos, donde incluyamos a aquellas personas que nunca nadie ha invitado a una fiesta, ni a un café.
En un mundo que en ocasiones nos empuja a aislarnos o a responder con miedo y violencia, somos llamados a ser agentes de paz, a tender puentes, a anticipar el Reino donde todas las personas tenemos nuestro lugar, donde todas somos importantes, donde a nadie le falta algo para llevarse a la boca, y después sobre.
¡Qué alegría vivir en un mundo así y tener gente con la que cuando te encuentres te alegren el día y se te ensanche el alma, como mi encuentro con Melita y su familia! Ojalá que nosotros seamos así, o al menos caminemos para serlo.