Es posible que de tanto prohibir la sal a nuestras dietas, su prohibición haya pasado también a nuestra vida y nuestra capacidad relacional. Creo que el cambio que necesita la vida consagrada no es de cantidad, sino de sabor; no de corpulencia o fuerza, sino de esencia. Casi siempre todo sabe a nuevo solo con una pizca de sal. Ya saben, el condimento exacto para que cada quien sea, aporte lo suyo y así contribuya a que el plato, en su conjunto, sea original.
Estamos a las puertas de no pocos capítulos y con ellos de un número notable de documentos. Es posible que, a pesar del adelgazamiento institucional pandémico, nos «vengamos arriba» y una vez más demos a luz textos que quieran decirlo todo y no logren decir casi nada. Páginas que esbozan maravillas para que queden escritas, quizá con exceso de sal –infinidad de citas y referencias a documentos que ya tenemos– y se contenten con ser obras para ser contempladas como «una estatua de sal que se yergue como monumento al alma incrédula» (Sab 10,7), pero no aguijones que despierten la pasión.
Hemos de estar muy atentos. A los consagrados nos encanta la exhaustividad, aunque digamos estar vacunados contra ella; nos satisface que no se nos escape nada aunque, por hacerlo, no consigamos ser incisivos o claros; necesitamos que todo esté perfectamente controlado en el texto, aunque la vida sea una continua sorpresa y constantemente nos indique que la clave es la providencia y todo puede cambiar. Todavía no hemos entendido que el Reino es una pizca de sal que nos enseña a tratar a cada uno (Col 4,6). Porque lo nuestro no consiste en perder conexión con la realidad u ofrecer propuestas paralelas a los valores de nuestros contemporáneos. No somos diferentes a ellos. Por eso nos interesa la vida como es y cómo viene, vivida, eso sí, con fe y sentido, desde la verdad, hondura y humanidad. Esa es la sal que nunca pierde sabor.
Nuestras congregaciones tienen muchos frentes abiertos. El más importante las personas. Sin ellas y la atención concreta y clara a cada una, no recuperamos sabor y nos podemos convertir en espacios cerrados, obsesivos de información y con una calidad de vida muy limitada. Espacios insalubres porque la sal, cuando es excesiva, mata, mina y esteriliza (cf. Jue 9,45). Las verdades que nos sustentan –que son incuestionables– no necesitan tanto ser reiteradas cuanto ser compartidas. Ni tienen todas las palabras el mismo valor ni significan lo mismo y un exceso de sal, pueden hacerlas inaccesibles provocando el silencio, el desencuentro y la ruptura.
Hay un punto muy interesante en la sal carismática. Cuando se usa bien, se ora y discierne, es el mejor antídoto contra la esterilidad. Convierte las aguas congregacionales en manantiales fecundos que superan el miedo, la inacción, la costumbre y la muerte. Es muy sugerente cómo lo expresa el Libro de los Reyes: «…salió hacia el lugar del manantial, lo roció con sal y dijo: “Así dice el Señor: Yo he saneado esta agua; ya no surgirán de aquí muerte o esterilidad”» (Re 2,21).
La respuesta que tienen que generar nuestras congregaciones y órdenes no es la garantía de cómo sobreviviremos los próximos años. Siempre la supervivencia comprende penuria, resignación y guerra… Y la sabiduría popular afirma que «en tiempo de guerra todo vale». A nosotros no nos vale cualquier cosa. No es una etapa para pasar o para aguantar. Es un momento propicio para recuperar la sal de nuestros carismas, la originalidad no contaminada, la actualización de la Alianza de Dios –que nunca nos falte la alianza de sal, decía el AT ( Lev 2,13; Num 18,19)– con nuestro espacio comunitario y congregacional.
Hay mucha inquietud en la vida consagrada. Más de la que conocemos y alcanzamos a poner por escrito. Es una búsqueda que el Espíritu acoge. Pero a la vez, no está tan claro si sabemos cómo actuar o por dónde empezar. Por eso calmamos la ansiedad generando proyectos sin proceso; grandes titulares sin cuerpo o iniciativas sonoras sin testimonio. Pero el camino de la vida consagrada no es la relevancia, sino la minoridad. Este tiempo es propicio si volvemos al espacio corto, el hogar compartido, la alegría vocacional y la sencillez de vida. ¿Y si el documento capitular consistiese solo en tener sal entre nosotros y vivir en paz unos con otros (cf. Mc 9,50)?