SOMOS EL PUEBLO DE LA PASCUA

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¿Es posible que entre nosotros –llamados a ser testigos y mensajeros de la alegría del Evangelio– cundan el desaliento y la desesperanza? Parece que en más casos de lo que sería deseable y aun imaginable. El fenómeno afecta a consagrados jóvenes, de mediana edad y mayores. Estos últimos pueden experimentar la tentación de creer que, con su declive físico y psíquico, todo se derrumba: el edificio del propio instituto, de la Iglesia e incluso de la sociedad. Los de mediana edad acusan el desgaste de tener que cargar con muchas responsabilidades en tiempos de escasez vocacional y de múltiples tareas. Muchos no acaban de ver el sentido y la eficacia de su trabajo. Algunos acaban quemados o, por lo menos, enfilan el camino de la rutina y del escepticismo. Los pocos jóvenes que hay en la mayoría de los institutos combinan la frescura de un sueño vocacional todavía vivo con el desencanto ante una realidad demasiado refractaria al cambio. Fácilmente se acomodan o se van.

No es posible cuantificar la magnitud de este fenómeno, pero los síntomas son evidentes. Mientras tanto, seguimos organizando capítulos, asambleas y encuentros de diverso tipo en los que nuestro lenguaje, a menudo muy poético, habla de sueños, opciones preferenciales, discernimiento y caminos sinodales. ¿No se estará dando una brecha excesivamente ancha entre lo que de verdad somos y lo que queremos ser? ¿No deberíamos moderar un poco nuestros deseos y nuestro lenguaje, no para ajustarlos a nuestra mediocridad presente, sino para acompasarlos con la vida real? Sin deseo genuino no hay cambio, pero, sin anclaje en la realidad, caemos en idealismos que solo generan frustración, dificultades para vivir el presente con serenidad e incapacidad para cultivar con amor las muchas semillas de vida que el Espíritu sigue sembrando en nuestro suelo.

El camino cuaresmal y pascual nos ofrece las claves que necesitamos para afrontar esta realidad con los pies en el suelo y el corazón encendido. Dios no nos ha llamado a tener éxito estadístico, económico y ni siquiera pastoral. Nos ha llamado a seguir a Jesús reproduciendo su estilo de vida en estas primeras décadas del siglo XXI, a estar con Él y a ser testigos de su Evangelio. El camino de Jesús es siempre pascual. La felicidad pasa por la fidelidad.

En la muerte al aplauso social e incluso a nuestros éxitos personales e institucionales podemos encontrar vida y alegría con tal de que emprendamos este camino de fe unidos al Cristo que se hace uno de nosotros, comparte nuestra suerte, sufre, muere y resucita.

No se trata de buscar un consuelo espiritualista ante una situación que nos paraliza, sino de ahondar en las razones más profundas que explican, sostienen y dan sentido a nuestra vida. Los consagrados “somos el pueblo de la Pascua”, experimentamos en carne propia –como los discípulos de Emaús– el desencanto producido por la brecha entre nuestras expectativas y la realidad.

Pero experimentamos con más fuerza la presencia a nuestro lado del misterioso Viandante que nos pregunta qué conversación llevamos por el camino, nos ilumina con su Palabra y nos alimenta con su pan.

Una vida consagrada con identidad pascual puede afrontar las dificultades del presente sin perder la esperanza. Quizá nuestra oración no es como nos piden nuestras constituciones, pero podemos renovar cada día nuestro propósito de unirnos más a Dios. Quizá la vida comunitaria deja mucho que desear, pero podemos agradecer el don de tener hermanos o hermanas y multiplicar los gestos cotidianos de acogida y fraternidad. Quizá nuestro testimonio se haya vuelto anodino e insignificante, pero podemos creer que toda obra hecha con amor es portadora de una misteriosa fecundidad.

Estos pequeños milagros pueden suceder porque “somos el pueblo de la Pascua”, no porque seamos hombres y mujeres perfectos. Hay mucha resurrección escondida en nuestras pequeñas muertes. ¡Feliz Pascua!