En el hemisferio norte, julio y agosto suelen ser meses de vacaciones. El término castellano “vacación” proviene del sustantivo latino vacatio, que a su vez proviene del verbo vacare, que significa “estar vacío o sin contenido, estar libre de ocupaciones”. El término se encuentra en numerosas obras de Cicerón y en las Epístolas morales de Séneca. De su significado original hemos pasado al que hoy registra el diccionario de la RAE. Las vacaciones, en plural, se entienden como “descanso temporal de una actividad habitual, principalmente del trabajo remunerado o de los estudios”.
Muchas personas consagradas tienen a gala no descansar nunca, emulando, quizás, lo que dice Jesús en el cuarto evangelio: “Mi Padre sigue trabajando, y yo también trabajo” (Jn 5,17). La laboriosidad ha sido siempre uno de los rasgos de la vida consagrada, más acentuado hoy por la acumulación de obras y la escasez de personal. Estar siempre ocupados se ha convertido en uno de los indicadores más visibles de una vida entregada y austera. Entre nosotros, el negocio tiene mejor prensa que el ocio. No en vano la ascética tradicional presentaba la ociosidad como madre de todos los vicios y la laboriosidad como fuente de virtudes. Los más sensibles a las necesidades de las personas sin recursos suelen esgrimir además que los pobres no pueden permitirse el lujo de tener vacaciones.
En el ámbito secular el “vacío” de las vacaciones se rellena a menudo con infinidad de actividades lúdicas y de entretenimiento (viajes, excursiones, conciertos, fiestas interminables) que a menudo producen más cansancio que la rutina laboral. Por razones a veces contradictorias, a todos nos cuesta “estar libres de ocupaciones” (vacare), quizás porque ese estar “desocupados” nos confronta con nuestro vacío interior, con nuestras sombras, preguntas y miedos.
¿Cabe imaginar unas vacaciones que no estén llenas de viajes, campamentos, cursillos, retiros, asambleas y capítulos? En el pasado era frecuente acusar a un cierto tipo de vida consagrada de “no hacer nada”. Abundan las caricaturas de frailes y monjas ociosos, abandonados a costumbres que contradecían su profesión. Hoy, aunque no falten ejemplos de pereza crónica, se nos ve, más bien, como personas demasiado ocupadas, sin tiempo para la escucha, la contemplación sosegada y la recreación compartida. Aprender a “vacar” en el seno de una sociedad productivista como la nuestra es seguramente uno de esos aprendizajes contraculturales que pueden contribuir a sanar el exceso de ocupación que padecemos.
No hay que tener miedo a no hacer nada, a vaciarnos de compromisos y obligaciones para que podamos escuchar otras voces y acoger lo nuevo. Quien siempre está ocupado, quien nunca tiene “vacaciones”, es muy probable que no lo haga como fruto de una actitud de servicio y de entrega, sino como peaje a una necesidad compulsiva de actividad y reconocimiento. Incluso como una huida de ese vacío que nos confronta con la verdad de nosotros mismos. ¿Puede haber innovación sin vacación?
El mismo Jesús que siempre trabaja es el que invita a sus discípulos al descanso: “Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco” (Mc 6,31). Ese lugar desierto en el que podemos descansar no es un lugar físico, sino el corazón mismo de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Quienes padecemos el agobio (merinná) de la vida somos invitados a “vacar” en Él, a dejarnos aliviar por su presencia. Es probable que esta clave nos permita afrontar con hondura uno de los problemas que más afecta hoy a los jóvenes consagrados: el agobio por la acumulación de ocupaciones y responsabilidades en el seno de institutos cada vez más pequeños y envejecidos.
Disfrutar de un período razonable de “vacaciones” es más que disponer de tiempo para hacer lo que cada uno quiera o para organizar más actividades congregacionales. Es reconocer que el cuidado de la salud integral pasa por momentos en los que, libres de ocupaciones (incluidas las típicamente veraniegas), podemos encontrarnos con nosotros mismos, dedicar tiempo a escuchar a los demás, disfrutar del ocio y, a través de esa desconexión de los ruidos habituales, conectarnos con la música silenciosa de Dios y abrirnos a la novedad que Él quiera regalarnos.