Amar siempre

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Amar es lo que de una manera u otra todos buscamos. ¿A quién no le gusta sentirse amado? Seguro que, en ese sentido, la llamada a amar de Jesús seguro que fue bien recibida en su tiempo, una invitación a amar a Dios y al prójimo. Allí se resumía todo el mensaje de Jesús. Pero seguro que a sus discípulos como a nosotros les chirriaba más eso de amar a los enemigos (S. Mateo 5,38-48).

Pese a todo, Jesús no titubeo. Aunque en distintas tradiciones del Antiguo Testamento se respiraba el odio hacia los enemigos, Jesús lo tenía muy claro: «Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen».

Como les ocurrió a los discípulos de Jesús, a nosotros también nos viene la reacción natural del ojo por ojo. Si se meten conmigo, tengo que defenderme. Si me tratan mal, tengo que devolvérsela. Si me abofetean, ¿qué quieres que haga? ¿Que ponga la otra mejilla? Esto parece el mundo al revés.

Lo primero que nos surge es devolver mal por mal, vengarnos, sentir rencor, poner la cruz a las personas cuando nos sentimos heridos. Se convierten en nuestros enemigos, al menos en nuestro corazón.

Pero los que vamos peinando canas nos damos cuenta de que en las palabras de Jesús hay mucha verdad. La violencia nunca acaba si alguien no es capaz de decir basta. La vida de Jesús así fue. Aun en los momentos de mayor dificultad fue fiel al amor. Cuando sus amigos le abandonaron y nadie parecía creer en él. Sus palabras de perdón fueron las últimas que pronunció: “Perdónalos Señor, porque no saben lo que hacen”.

Esa forma de ser nos rompe los esquemas, nos sorprende,… ¿Cómo voy a perdonar a mi hermano que se quiere aprovechar de la herencia familiar? ¿Y de la compañera que está malmetiendo en el trabajo para que me echen? ¿Y del compañero de clase que se mete conmigo todos los días y no me deja jugar con el resto de compañeros?

La invitación de Jesús es escandalosa y sorprendente, pero esa era la experiencia que vivía de nuestro Padre Dios. Un Dios no violento que no busca la destrucción de nadie. La grandeza de Dios no es su ira, sino su amor incondicional.

Os invito a recordar alguna situación en la que la hemos cagado de verdad, en alguna ocasión que mereceríamos una buena reprimenda, incluso que no nos hablaran por un buen tiempo, porque hemos actuado mal, hemos herido a los demás; pero que pese a eso nos han disculpado y hemos sido capaces de tender puentes y abrir una puerta a la reconciliación. Creo que no hay experiencia más transformadora en nuestras vidas que cuando sentimos en nuestras carnes el amor incondicional. ¡Qué no nos aman porque seamos buenos o mejor dicho porque actuemos bien, sino que nos aman pese a nuestras limitaciones y pequeñeces!

Hoy más que nunca las palabras de Jesús tienen un eco especial, cuando Europa vive una guerra en sus puertas, y en distintos rincones del mundo. Con todo lo que a veces escuchamos en las calles, o en los titulares de los periódicos, o en los discursos políticos cada día más crispados y polarizados, ¿Qué significa para cada uno de nosotros amar a nuestros enemigos?

Amar a los enemigos significa romper la cadena de violencia, no alimentar el rencor, ni desearle mal a nadie. Ahora, eso sí, amar a los enemigos no significa tolerar las injusticias. Lo que Jesús nos dice es que no se lucha contra el mal cuando se destruye a las personas. Por supuesto que tenemos que combatir el mal, pero sin aniquilar a las personas.

Tampoco tenemos que ser ingenuos, y ver que los procesos de reconciliación llevan su tiempo. ¿Cómo hablar de perdón en un barrio de Kiev en el que has perdido a parte de tu familia tras la balas y donde te siguen masacrando día a día?

Por eso no hemos de extrañarnos si en esas circunstancias no sentimos afecto o cercanía. Tiene su lógica que nos sintamos heridos y que no podamos justificar ese mal. Pero sí nos debería preocupar si lo único que mueve nuestra vida desde entonces es el odio, la ira y las ganas de revancha.

Todos sabemos que la ira y el rencor a los que más daño nos hace y nos destruye es a nosotros mismos. Cuantas personas han roto una relación familiar y se han visto atrapados en una espiral de rencor y venganza que les han destrozado la vida. La espiral de violencia y de ira arrasa todo a su paso.

Decimos que la grandeza de Dios no es su ira, sino su amor incondicional. Del mismo modo, como hijos e hijas suyos, somos más humanos cuando perdonamos que cuando nos vengamos, cuando devolvemos bien por mal.

El perdón y el amor a los enemigos, como todo, es un don que recibimos de Dios. Por tanto, intentemos no juzgar a nadie desde fuera. Solo Dios nos comprende de verdad y es el único que perdona de manera incondicional, incluso cuando nosotros nos sentimos perdidos y nos cuesta poner la otra mejilla, abrir nuestra puerta o nuestro corazón.

Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.