Una Iglesia de profetas: ¡Ojalá!

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Moisés lo dijo así: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!

Jesús lo dijo de aquella otra manera: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí”. Que fue algo así como decir: _ ¡Ojalá todos echasen demonios en mi nombre!

Supongo que el de “profetas” es nombre para “creyentes que acogen con fe la palabra de Dios y la comunican con fidelidad”, para “hombres y mujeres que, ungidos por el Espíritu del Señor, llevan el evangelio a los pobres”, para “discípulos de Jesús de Nazaret”, para “hombres y mujeres llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra”…

Lo cierto es que todos hemos sido bautizados para formar parte de una Iglesia de profetas; que todos hemos sido “consagrados con el crisma de la salvación, para formar parte del pueblo de Dios y ser para siempre miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey”;  que todos hemos de ser en el mundo una presencia viva de Cristo Jesús; que todos hemos de transmitir, porque a todos se nos ha confiado, el evangelio de la salvación que es Cristo Jesús.

Me pregunto –necesito preguntar- de quién y de qué habla mi vida: ¿Habla de Dios, de la palabra de Dios, del reino de Dios, de llevar alimento a los hambrientos, de ser casa de acogida para los sin techo, de ser todo para todos? Necesito preguntarme si pertenezco al pueblo de las bienaventuranzas, si las llevo encarnadas en mi vida, pues ellas son las señas de identidad del profeta Cristo Jesús, ellas son las señas de identidad de una Iglesia de profetas.

Necesito preguntarme si soy un “expulsa demonios” o, por el contrario, soy un “escandaliza pequeñuelos”.

Temo, Señor, que, olvidada mi condición de profeta por comunión con Cristo Jesús, me haya limitado a ser cristiano de doctrinas, de ritos, de prácticas, de tradiciones, de ideologías… lo que haría de mí un “escandaliza pequeñuelos”.

Temo que, olvidado el profeta que he de ser en todo momento, me haya limitado a hacer cosas que, por muy piadosas y santas que puedan ser, apenas ocupan en mi vida una insignificancia de tiempo.

Temo que habiendo sido enviado con el evangelio para los pobres, me haya limitado a llevarles sabias doctrinas y piadosas recomendaciones.

Temo haberme quedado en profeta de ese dios llamado dinero, del dios llamado poder, del dios llamado placer: temo haber hecho mías las razones del placer, del poder y del dinero, sus justificaciones, sus exigencias, y haber abandonado a su suerte la vida de los pobres…

Temo haber puesto la religión por encima de la caridad, temo haber situado a Cristo Jesús en un cielo de gloria intocable; temo haberme quedado ciego para verlo en los caminos de los pobres, en las pateras y cayucos de los migrantes clandestinos, ahogado en todos los mares, corrompido en ataúdes a la deriva…

Puede que muchos sólo deseen una Iglesia mejorada en las estadísticas del CIS, una Iglesia más poderosa, más rica, con un número siempre mayor de inscritos en sus libros, con un número cada vez mayor de “practicantes”; pero ésa no sería la Iglesia que el Señor quiere, no sería la Iglesia que el mundo necesita; el Señor quiere una Iglesia evangelio para los pobres: ¡Una Iglesia profética!

¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!

¡Ojalá todos echasen demonios en mi nombre!

¡Ojalá!