Todo lo que no se da, se pierde

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Hay un proverbio indio que dice que: “Todo lo que no se da, se pierde”. Recuerdo que se me quedó grabado hace unos años cuando vi la película “La ciudad de la alegría”, ambientada en una novela del mismo nombre de Dominique Lapierre. Esta frase recoge a mi modo de ver el mensaje tan impactante que nos trae hoy Jesús: “Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto”. Juan (12,20-33)

Creo que el mensaje de Jesús es muy claro. Nuestra vida es como el grano de trigo, que tiene que morir para dar fruto, para ser buena noticia para los demás. Si la semilla la dejamos metida en un saquito o cae en piedras, no puede desarrollarse, pero si muere en un tiempo florece y no sólo da fruto, sino que se multiplica, dando muchas semillas, aportando nueva vida.

Jesús utiliza esta metáfora que todos podemos entender, para explicar que su muerte, aunque pueda parecer un fracaso, será precisamente lo que dará fecundidad a su vida y a la humanidad. Esta es una invitación que quiere que entiendan sus seguidores, es decir, todos nosotros.

No se puede engendrar vida sin dar la propia, y sino que se lo digan a unos padres, o a los deportistas. Nadie puede traer al mundo a unos hijos, si no se está dispuesto a morir, a desvivirse por ellos. Nada en el mundo cambiará para mejor, si solo vivimos mirándonos al ombligo, pensando en nuestro propio bienestar.

«Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.» — Mateo 5,10.

Si realmente somos seguidores de Jesús, y buscamos el amor y la justicia por el reino de Dios, sabemos que eso nos va a llevar, como le pasó a Jesús, a disfrutar de muchas alegrías y reconocimientos, pero en ocasiones a asumir los riesgos y rechazos, la conflictividad y la persecución.

En general, nuestra vida nos la pasamos intentando huir o evitando los sufrimientos y los problemas. Vivimos en una cultura del bienestar, de la comodidad y del individualismo, que nos invita a organizarlo todo de tal forma que el centro de todo sea nuestra comodidad y nuestro placer. En una sociedad así el número de enfermedades mentales y de suicidios se disparan año tras año, afectando cada vez más a edades más tempranas.

Sin embargo, todos sabemos que o vivimos desde la gratuidad y ese legado se lo dejamos a nuestros hijos o viviremos infecundos, como la semilla que se queda al borde del camino o que cae en tierra pedregosa. No daremos fruto.

Vivir desde la gratuidad, vivir para los demás, si realmente amamos a las personas y nos preocupan nos llevará a dar sin esperar, a poner en el centro las necesidades no solo las nuestras, sino de los demás. En el camino tendremos que vivir algunos sufrimientos y renuncias que es necesario asumir si queremos que nuestra vida sea fecunda y creativa. Hoy parece que todo se puede obtener, que no hace falta elegir porque todo lo podemos tener al instante, pero no es así. En la vida hay que elegir para ser felices y que nuestra vida tenga sentido, y de fruto abundante. Hoy más que nunca es importante aprender a discernir y tomar decisiones.

El individualismo, el mirarnos siempre al ombligo lo único que logra es que acabemos hechos unos cheposos de tanto mirarnos. La obsesión por el propio bienestar empequeñece a las personas, nos convierte en infecundos. Como sociedad e individuos, nos estamos acostumbrando a vivir cerrando los ojos al sufrimiento de los demás. Estamos cerrando los ojos y haciendo tabús facetas reales de la vida misma. Todo creyendo que así seremos más felices. Esto es un error. Seguramente lograremos evitarnos algunos problemas y aflicciones, pero nuestro bienestar será cada vez más vacío y estéril, nuestra espiritualidad cada vez más triste y egoísta. ¿Dónde puede expresar la gente sus vulnerabilidad, su fragilidad, su dolor? ¿Quiénes están dispuestos a escucharlo? ¿No vivimos cada vez más de espaldas a esto? ¿No estamos llegando a un callejón sin salida?

Recuerdo que, de pequeño en mi pueblo, cuando alguien moría, todos en el pueblo íbamos a velar al muerto a la casa de la familia, al menos a saludar. Después todo el mundo iba al funeral a la iglesia para acompañar a la familia, aunque tu no fueras su mejor amigo. Se caminaba toda la comunidad hasta el cementerio, se le despedía y se saludaba a la familia a la salida del cementerio. Nadie en el pueblo, aunque no tuviera familia se iba a quedar solo. Allí íbamos todos, mayores y pequeños. Se vivía una solidaridad que no dejaba a nadie fuera. Hoy por mí, mañana por ti.

Los niños vivíamos el ciclo de la vida y de la muerte como algo más natural, como parte del crecimiento. Recuerdo con 6 o 7 años velar a mi abuelo en casa y rezar ante el féretro con los mayores. Recuerdo que mi prima de mi edad y yo fuimos a recoger flores al campo y se las pusimos encima de la caja en un vaso. El dolor y la alegría se compartían.

Ahora los niños no se pueden acercar al cementerio por si se traumatizan y menos a los tanatorios, que además son espacios asépticos, donde sólo puedes estar un rato y para saber dónde está tu difunto, tienes que mirar en la pantalla para saber cual es la sala y no entrar en la de otra persona, como a mi ya me pasó. La misa, sino un rápido responso a la carrera, para incinerar a la persona y ya después de unas semanas el funeral en tu parroquia, en el mejor de los casos.

Los primeros cristianos supieron que el símbolo que los distinguía y que mejor hablaba de su Dios era la cruz. La cruz por amor. Lo más importante era ese amor que se compadecía, que se daba gratis, que por amor lo daba todo. Ese es el símbolo de nuestra fe, y por eso portamos una cruz en nuestro pecho. No porque haga bonito, sino porque nos recuerda el gran amor de Dios.

Os invito a que juntos hagamos algo que hacemos cada vez que nos encontramos los cristianos. Hagamos juntos la señal de la cruz en silencio, teniendo presente el gran amor que Dios tiene con nosotros, como esa semilla que cae en tierra y da mucho fruto.

Es la invitación que hoy nos hace Jesús, a dar gratis lo que gratis hemos recibido. A sentir la alegría de entregar nuestra vida, dando fruto, con unos ojos no para juzgar sino para maravillarnos y enternecernos, con unas manos no solo para ser eficientes, sino para ponerlas al servicio de los demás, con una mente no para buscarle las vueltas a la vida, sino para crecer en sabiduría y trabajar por un mundo más humano, más de Dios; con unos afectos no solo para buscar nuestros propios deseos, sino para ser capaz de abrazar a los que lo necesitan.

Sin duda en la parroquia tenemos la suerte de tener espacios donde hacer que nuestra semilla, de fruto… creando comunidad en la eucaristía, apoyando como catequistas, en el coro, en los grupos de jóvenes o matrimonios, en los espacios de oración, participando en los retiros y formaciones, y apoyando a aquellos que más lo necesitan tanto en la unidad parroquial, como en los distintos proyectos en lugares de gran necesidad.

Recordemos para acabar el proverbio indio con el que iniciamos para que se nos quede grabado en el corazón: “Todo lo que no se da, se pierde”.

 

Domingo 5º de Cuaresma – Ciclo B, S. Juan 12, 20-33