Tenemos la vida para agradecer las posibilidades que nos ofrece para volver a empezar. Pienso en la máxima que repite san Antonio Abad, fundador del monacato. De forma lapidaria, explicó: «Cada mañana le digo a mi corazón: hoy empiezo». Pero puede ocurrir que, ante la idea de volver a empezar, nos sintamos poco preparados. ¡Cuántas veces hemos experimentado esta sensación de falta de preparación! En cierto modo, y en la proporción adecuada, forma parte del propio comienzo. Sin ella no nos sentiríamos principiantes (que es la forma más hermosa de honrar la vida); no miraríamos lo que viene como un horizonte abierto del que hay tanto que aprender; no nos convertiríamos en exploradores de lo casual y lo nuevo; no estallaríamos resplandecientes como las decenas de flores que eligen no florecer en primavera sino en otoño. Cada vez que empezamos de nuevo, la vida de Dios nos toca con mayor intensidad. Y si insiste en movilizar en nosotros una fuerza súbita, un impulso y un ardor que no vemos es básicamente para despertarnos, para mostrarnos que esto es posible, y así introducirnos en una tensión creativa que no es otra cosa que la forma plástica que rescata la vida de la rigidez y el desaliento.
Miremos, pues, con confianza los nuevos comienzos, tan vitales incluso en sus exigencias; tan propicios, aunque nos sorprendan en un movimiento desfasado, con perplejidades y retrasos. Hannah Arendt escribió: «Los seres humanos, aunque deban morir, no nacen para morir, sino para empezar». Estamos llamados a ello en diferentes momentos de nuestra vida, y las causas pueden ser muy concretas. Este tipo de parto lento que supone volver a empezar no se dice que sea indoloro. Sin embargo, siempre será mejor que pasar por la vida como un extraño, sin llegar nunca al corazón de la misma, sin haber comprendido apasionadamente lo que se puede entender y mirar, con asombro consciente, la porción inamovible de misterio que contiene. Es en la noche cuando comienza el amanecer. No pocas veces, las risas más inolvidables llegan acompañadas de abundantes lágrimas. Y con la percepción de nuestros límites, aprendemos a conocer no solo la impotencia, sino también posibilidades que antes no veíamos.