¡Qué difícil es ser Padre o Madre!

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En Occidente llevamos décadas hablando de la “sociedad sin padre”. Quizás en algunos contextos habría que añadir también “sociedad sin madre”. Las consecuencias que se siguen en la vida social son evidentes. Van desde la inseguridad afectiva hasta la falta de criterios objetivos para encarar la complejidad de la vida y de apoyos incondicionales en los momentos de crisis.

Hablando hace poco con un monje, me dijo con gran convicción que, a su juicio, uno de los grandes problemas de la vida consagrada actual es la ausencia de un sano ejercicio de la paternidad o la maternidad en las comunidades. No abundan los superiores o superioras que se sientan “padres” o “madres” de sus respectivos hermanos o hermanas. Hemos criticado tanto las conductas autoritarias y paternalistas del pasado, hemos desenmascarado con desenfado las actitudes infantiloides de quienes no pueden dar un paso sin permiso de la “madre” (o más raramente del “padre”), que nos cuesta imaginar en qué puede consistir el ejercicio carismático de la paternidad o la maternidad entre individuos adultos, autónomos y suavemente autosuficientes.

La teología nos ha ayudado a descubrir la esencial fraternidad de la vida consagrada. Las nuestras son, sobre todo, relaciones simétricas entre iguales. Toda asimetría nos parece, de entrada, sospechosa e injusta. Además, tenemos muy en cuenta las palabras de Jesús: “No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo” (Mt 23,9). Por eso, salvo en la tradición benedictina, que sigue hablando de “abades” (padres) y “abadesas” (madres), solemos utilizar para nuestros líderes otros términos, como guardián, inspector, prepósito, ministro, etc. O el más genérico de superior. Algunas formas de vida consagrada recelan también de esta denominación (que suena muy poco evangélica y bastante obsoleta en contextos democráticos) y optan por formas aparentemente más neutras y sinodales, como moderador, coordinador, animador, etc. y sus correspondientes versiones en femenino.

¿Y si algunos de nuestros problemas personales y comunitarios tuvieran que ver con el debilitamiento o la desaparición de las figuras que representan en las comunidades la paternidad/maternidad de Dios? Huyendo del autoritarismo y del paternalismo, que tanto daño han hecho a una vida consagrada madura y sana, podemos haber caído en un estilo de vida sin vínculos ni referencias objetivas, un poco abandonada al criterio individual y a las contiendas entre iguales. Reivindicar un sano ejercicio de la paternidad o la maternidad por parte de nuestros líderes no significa regresar a modelos de autoridad que propenden al abuso de poder o a crear dependencias insanas, sino redescubrir que no hay familia verdadera (y las comunidades religiosas lo son en un sentido carismático) sin figuras que encarnen al padre o a la madre, que sirvan de nexo entre los hermanos y hermanas y que actúen como memoria viva del carisma. La única paternidad/maternidad de Dios necesita mediaciones humanas que la hagan visible y eficaz.

No es fácil atreverse a ser padre o madre en la vida consagrada actual. Por otra parte, nadie puede arrogarse esta misión. No es un derecho y menos un capricho, sino un don que el Espíritu concede a las comunidades para mantenerse fieles al carisma original, recrearlo en las condiciones cambiantes y asegurar un ejercicio libre, justo y respetuoso de la esencial fraternidad que nos caracteriza a los consagrados. Sin paternidad/maternidad responsable, no existe una verdadera fraternidad que no sucumba al individualismo o a la imposición de los caracteres más fuertes sobre los más débiles. Tendríamos que pensarlo despacio.

Puede resultar paradójico que, en una vida consagrada muy envejecida, los líderes jóvenes o de mediana edad estén llamados a ser padres o madres de sus hermanos o hermanas ancianos. Sin embargo, no estamos hablando de parámetros biológicos, sino carismáticos. Es el Espíritu Santo el que actúa a través de ellos para hacer visible la única paternidad de Dios.