De muchas maneras puede resonar en la vida de un creyente el eco de esta sencilla afirmación: «Dios –es o se ha hecho- prójimo del hombre». Las palabras no significan lo mismo para el rico Epulón que para el pobre Lázaro, no significan lo mismo para un leproso cumplidor que para un leproso agradecido, nunca significarán para mí lo que significaron para Jesús de Nazaret.
La fe intuye que la historia de la salvación es revelación y realización progresiva de la cercanía de Dios a la criatura humana. Intuimos una presencia que nos sostiene, nos invade y nos vacía, nos ilumina y nos ciega, nos sosiega y nos inquieta, nos consuela y nos juzga. Intuimos a Dios tan cerca de nosotros como su silencio y su palabra, más cerca de nosotros que nosotros mismos, más “dentro de nosotros que nuestra intimidad”.
Por eso decimos con verdad: “Señor, tú me sondeas y me conoces. Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos percibes mis pensamientos. Disciernes mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares”.
Si ésa es tu confesión de fe y a ti mismo te ves como “un pobre malherido”, éstas podrían ser las palabras de tu súplica: “Mi oración se dirige a ti, Dios mío, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude”, que “tu salvación me levante”.
Dios está siempre cerca del hombre, pero sólo la fe tiene ojos para verlo, sólo la pobreza encuentra palabras para derramar el corazón en su presencia, es más, la pobreza es ella misma una palabra elocuente que se hace sentir en las moradas de la compasión. El hombre que “cayó en manos de unos bandidos, que lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto”, no puede pedir nada, pues no le han dejado palabras que decir, sólo le quedaron heridas que curar. Y serán las heridas las que hablen al corazón de la piedad y encuentren en ella la ayuda que necesitan.
Dios cerca de ti, Israel; Dios cerca de ti, Iglesia del Señor; Dios tan cerca de ti, asamblea santa, como lo está su palabra que hoy escuchas, como el aire que respiras, como la mano de aquel samaritano sobre el cuerpo del hombre medio muerto, como la venda lo está de las heridas, como lo está de tu cuerpo la eucaristía que recibes. Dios, su palabra, su Ley, su Hijo, está muy cerca de ti: “en tu corazón y en tu boca”.
El Señor, que ha sido para ti tu prójimo, el Hijo que llegó a donde tú estabas, te vio, tuvo compasión de ti, te curó y te cuidó, el Samaritano compasivo que te asistió, Cristo Jesús te dice: “Anda, haz tú lo mismo”, imperativo de imitación que anticipa el mandato nuevo de la Pascua: “Amaos unos a otros como yo os he amado”.
Que los pobres puedan comulgarnos como nosotros comulgamos a Cristo. Que seamos para ellos lo que Cristo ha querido ser para nosotros. Que nos lleven en el corazón y en la boca como nosotros llevamos a Cristo Jesús.