viernes, 19 abril, 2024

PROPUESTA DE RETIRO

Sanación de la memoria III

(Carlos Gutiérrez Cuartango, OCSO). Damos un paso más en este recorrido que estamos haciendo con el fin de conocer el contenido de nuestra memoria enferma. Tras haber visto en el retiro del mes pasado las interpretaciones, los prejuicios y las identificaciones, en este retiro proseguiremos con las comparaciones y las proyecciones, que pueden ser de signo positivo o negativo.

Las comparaciones

Las comparaciones fijan nuestra atención en una o más personas para reconocer sus diferencias y semejanzas y para descubrir sus relaciones. Comparar, por lo tanto, es cotejar. ¿A qué me refiero cuando hablo de comparación? Me refiero al hecho de estar midiéndome con las demás. Me comparo con fulanita que es más guapa que yo. Me comparo con menganita que es más inteligente, o con zutanita que es más habilidosa, o con la otra que canta mejor, o con aquélla que es más querida por la superiora, etc.

O también puedo compararme en el sentido inverso: me comparo con este que es menos trabajador, o con aquel que es menos fervoroso, o con el otro que es menos… El caso es medirse con “el más o con el menos”: soy más que este o menos que el otro. ¿Por qué este prurito de medirse o compararse? ¿Por qué necesito medirme o compararme? ¿No será porque valgo más o valgo menos en la medida en que mido más o mido menos que la hermana?

La hermana María Jesús es una cantora estupenda que canta objetivamente bien. Pero mañana llega al monasterio la hermana María Isabel que canta mejor que la hermana María Jesús, y entonces… esta última piensa que no vale para nada o que ya no vale tanto como antes. Sucede algo así como que la presencia de la hermana María Isabel hace sentir a la hermana María Jesús que le ha quitado valor. O bien otro ejemplo: el hermano Germán se compara con el hermano Miguel en el trabajo pastoral, y piensa que vale más que éste porque se da cuenta de que al trabajar juntos suele tener siempre la iniciativa. ¿Os dais cuenta de que el problema estriba en que estos hermanos y hermanas hacen depender su valía de los demás, de su aprobación, de la comparación?

El valor de una persona no está fuera de ella misma, ni le viene de afuera; el valor de una persona radica en ella, está en ella misma. Da lo mismo que la hermana María Isabel cante mejor que la hermana María Jesús, o que nadie le diga que canta bien, porque eso no va a añadir ni a quitar nada a la calidad de su canto. El que las demás hagan mejor o peor que yo las cosas, no va a añadir ni a quitar nada al valor de mis actos, y mucho menos de lo que yo soy. La memoria Dei me recuerda una vez más que soy una moneda de oro, y que sólo deseo devolverla su semejanza.

Cuando tengo esta tendencia a compararme o a medirme compulsivamente es porque en realidad me concedo muy poco valor a mí mismo por ser quien soy y, por lo tanto, hago depender el valor de los demás. Mi vida queda como hipotecada a los acontecimientos externos, y a lo que crean, piensen, digan, o sientan los demás: puedo, de repente, pasar de estar alegre a estar triste, simplemente porque cierto hermano no me ha sonreído, o porque la superiora no me ha mirado al pasar junto a mí. ¡Hasta qué punto mi vida puede depender de los demás!

Cada persona es única e irrepetible. Yo soy único e irrepetible en toda la historia del mundo. Soy único e irrepetible a los ojos de Dios, y valgo lo que valgo por lo que soy, por el mero hecho de existir, por mí mismo, por el valor que Dios me da: tú eres de gran precio a mis ojos, eres valioso, y yo te amo (Is 43,4) (Cuántas veces tendríamos que repetirnos esto mismo cada vez que nos comparamos con las demás: tú eres de gran precio a mis ojos, eres valioso,  y yo te amo).

Es cierto que una necesidad psicológica fundamental que tenemos todos los seres humanos es la del reconocimiento, es decir, la de sabernos y sentirnos importantes y queridos por los demás. Y esto es particularmente importante en comunidad. El reconocimiento tiene sus manifestaciones y expresiones en las llamadas caricias psicológicas.

Con mucha facilidad expresamos a los hermanos lo feo, lo malo, lo que no me gusta… pero qué pocas veces nos decimos lo bueno, lo agradable, lo bien que hacen las cosas. Ésta tarea sería muy productiva y generadora de fraternidad en la comunidad: practicar las caricias psicológicas, hacer más hincapié en las expresiones positivas que en las negativas. Pero incluso sabiendo la necesidad que todos tenemos de reconocimiento, no podemos hacer depender nuestra felicidad, nuestro bienestar, nuestros estados anímicos, nuestra vida, de expresiones de reconocimiento. “Si lo tengo, fenomenal; pero si no lo tengo, también muy bien. Mi vida no puede depender de que me reconozcan o no me reconozcan”. ¡Qué importante es rumiar sin cesar: tú eres de gran precio a mis ojos, eres valioso, y  yo te amo!

Como veis al caer en la cuenta de todo esto, me siento conducido a no buscar el reconocimiento en los demás, sino solamente en Dios, que nos reconoce a todos como sus hijos amados, de gran precio a sus ojos y valiosos. Desde su reconocimiento aprendemos a reconocernos unos a otros como valiosos y amables.

El maestro, que se hallaba meditando en su cueva del Himalaya, abrió los ojos y descubrió al abad de un célebre monasterio: “¿Qué deseas?”. El abad le contó una triste historia. En otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo occidental, sus celdas estaban llenas de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de sus monjes.

Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia se hallaba silenciosa. Solo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones. “¿Hemos cometido algún pecado para que el monasterio se vea en esta situación?”. “Sí”, respondió el maestro, “un pecado de ignorancia”. “¿Y qué pecado puede ser ese?”. “Uno de vosotros es el Mesías disfrazado, y vosotros no lo sabéis”.

Durante el penoso viaje de regreso a su monasterio, el abad sentía cómo su corazón se desbocaba al pensar que el Mesías, ¡el mismísimo Mesías!, había vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo no había sido él capaz de reconocerle? ¿Y quién podría ser? ¿Acaso el hermano cocinero? ¿El hermano sacristán? ¿El hermano administrador? ¿O sería él, el hermano prior? ¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos… Pero resulta que el maestro había hablado de un Mesías “disfrazado”… ¿No serían aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el monasterio tenían defectos… Cuando llegó al monasterio, reunió a los monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros: ¿el Mesías… aquí? ¡Increíble! Claro que, si estaba disfrazado… entonces, tal vez… ¿Podría ser Fulano…? ¿O Mengano, o…? Una cosa era cierta: si el Mesías estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. “Nunca se sabe”, pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, “tal vez sea éste…”. El resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir docenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la iglesia volvió a escucharse el jubiloso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.

¿De qué sirve tener ojos si el corazón está ciego?

 

Las proyecciones

La proyección representa un mecanismo de defensa que consiste en adjudicar a otras personas o, incluso cosas, el propio sentir, ideas o reacciones. Las proyecciones son muy frecuentes en las relaciones fraternas comunitarias. Las proyecciones recuerdan a las películas: es como la cinta cuyo contenido es proyectado en una pantalla. Algo similar ocurre con nuestras proyecciones: yo proyecto, coloco enfrente de mí, en otro hermano, un contenido de mi memoria, creyendo que es suyo y no mío. El contenido de lo que proyecto puede ser de signo positivo o de signo negativo; a las proyecciones de signo positivo las vamos a llamar idealizaciones, y a las de signo negativo las denominaremos simplemente proyecciones negativas.

Las idealizaciones

Se dan a lo largo de toda vida: en los ciclos vitales, en las relaciones interpersonales, en nuestra relación con la comunidad y, también, en la relación con Dios.

Lo entenderemos mejor ilustrándolo con un ejemplo: sería el caso frecuente, que tantas veces nos ha ocurrido, cuando de buenas a primeras nos presentan a alguien, y, sin a penas conocerlo, nos hacemos una idea excelsa de su persona. La ponemos en las nubes, y, casi hasta la canonizamos subiéndola al altar. Mi imaginación se hace una idea de ella como una persona santa y excelente. Mi capacidad para percibir algo negativo, para ser mínimamente crítico, queda anulada. ¿Qué ha sucedido? Pues, sencillamente que he proyectado en dicha persona mi propio ideal, y me he vuelto ciego para ver algo que pueda empañar esa imagen. Un ejemplo muy típico es el del enamoramiento, o el de la dependencia modélica de alguien (esa tendencia, hasta frívola, a buscar modelos, gurús, etc.).

Es bueno caer en la cuenta de algo muy simple, que me vais a permitir que caricaturice para resaltarlo más: que yo no conozco a esa persona, por lo tanto, ¿de dónde ha salido todo lo que veo en ella? Lo que ha sucedido es que he proyectado, he puesto en esa persona lo que me gustaría ser, lo que de bueno, bello y encantador espero de una persona. Y, por supuesto, semejante proyección facilita que quiera con locura a esa persona y le muestre mi afecto. Puede llegar a ser alguien muy importante para mí, y ser dependiente de ella. Pero en realidad no me relaciono con ella, sino con una imagen de ella, una imagen idealizada de mí en ella.

Las idealizaciones simplemente ocurren –en realidad tienen algo muy positivo y es la manifestación de mi ideal– y me invitan a establecer una relación personal y profunda. En la medida en que vaya conociendo a la persona y profundizan­do en cómo es, iré cayendo en la cuenta de que no responde a mi idealización y, es muy posible, que mi relación con ella entre en una crisis que será necesaria para seguir ahondando en la relación.

La proyección negativa

Así como la idealización era una proyección positiva del ideal, en este tipo de proyección lo que sitúo en el otro es mi propia negatividad, todo aquello que no me gusta de mí mismo.

En las relaciones con los demás, en nuestras relaciones fraternas los hermanos hacen de espejo para uno mismo. ¿Qué quiere decir esto? Que con mucha frecuencia los hermanos “ponen delante de mí” todo aquello que no me gusta. Cuando hay hermanos que me caen mal, que con sus comportamientos y actitudes me incomodan; cuando me obsesiono con muchas facetas de su temperamento que me resultan antipáticas y me cuesta tragarlas, es muy probable que ello responda a que están reflejando cosas negativas que percibo en ellos. Llegan a obsesionarme y las rechazo porque son cosas que también tengo yo, y de ninguna manera me gusta verlas, porque me señalan, me delatan, y por eso me incomodan y las rechazo.

Expresiones como: “no soporto lo testarudo que es fulanito” o “me molesta lo engreído que es menganito” o “estoy obsesionado con lo indolente que es zutanito”, etc., ponen de relieve rasgos de mí mismo que no me gustan, o de los cuales carezco, y por los que me siento inferior a los demás. Muchas veces hago de todas estas cosas un auténtico drama, una tragedia que me quita la paz, que me da vueltas en la cabeza durante todo el día, me produce una reacción desproporcionada y un estado de obsesión con este o aquel hermano. Dice Herman Hesse en su obra Demian: “Cuando odiamos a una persona, odiamos en su imagen algo que llevamos en nosotros mismos. Lo que no está también en nosotros mismos, nos deja indiferentes”.

Sería muy saludable para uno mismo ir cayendo en la cuenta de todas estas situaciones, de todas estas obsesiones, que pueden transformarse en incompatibilidades, y preguntarnos con gran sinceridad: ¿por qué hago tanto problema de ello?, ¿por qué vivo tan pendiente de ésta o aquélla hermana?, ¿por qué doy tanto permiso a fulanito para que me amargue la vida y me obsesione tanto?

No sé si conocéis ese ejemplo de una pared grande y blanca que tiene un pequeño punto negro. Hay personas que se fijan sin más en que la pared es blanca, y otras que tienen una facilidad increíble para prestar atención al pequeño punto negro que se encuentra en la gran pared blanca. O, sucede a menudo, que uno mismo, dependiendo del momento o de su estado anímico, unas veces se fija en que la pared es blanca, y otras en el pequeño punto negro de la enorme pared blanca. Sería estupendo practicar esto a modo de ejercicio, para aprender por qué unas veces nos fijamos en el punto negro y otras en la pared blanca.

Recordad lo que comentamos sobre las interpretaciones: lo que nos afecta no son los hechos en sí mismos, sino la interpretación que hacemos de los acontecimientos. Unas veces interpreta­mos en un sentido y otras en otro. Cuando estamos bien, interpretamos positivamente: la pared está blanca; y cuando estamos mal, interpretamos negativamente: nos quedamos con que la gran pared blanca tiene un punto negro, poniendo el acento en lo último. Esto es muy importante para que despertemos a lo que es el pan nuestro de cada día: lo relativo que es todo dependiendo de nuestras interpretaciones y de nuestros estados de ánimo. Confirma lo que dice la sentencia: “Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.

De eso se trata en definitiva: de las gafas que nos pongamos para mirar a los hermanos, a los acontecimientos, a la comunidad, a la Iglesia, a los otros pueblos, etc. Fijaos que las cosas del Reino las percibirán aquellos que tengan ojos para ver y oídos para oír (cf. Mt 13,16).

¿Os acordáis de lo que dice el Evangelio: el que es bueno, de la bondad que almacena en su corazón saca el bien, y el malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón lo habla la boca? (cf. Lc 6,45). Si en tu corazón hay luz, todo será luminoso; si en tu corazón hay oscuridad, todo serán tinieblas.

Esta cuestión del corazón es una cuestión fundamental y decisiva si queremos llevar una vida dichosa. Vamos muy mal encaminados si siempre esperamos que sean los demás los que tienen que cambiar, la realidad que nos rodea la que tiene que transformarse, como si todo dependiera de los demás, de la sociedad, de la comunidad, de la Iglesia, etc. Y no podemos olvidar nunca que la llamada del Evangelio es una llamada personal, una llamada a la conversión del corazón. Si esperamos a que cambien los demás, a que cambie nuestro entorno, entonces estamos apañados. Además esto es un escape, una forma evasiva de afrontar la vida, que elude a toda costa la propia responsabilidad.

Cuando uno tiene el corazón de Dios, ve las cosas según Dios, tal como las ve Dios mismo, con luminosidad, bondad, benevolencia, tolerancia, misericordia… Cuando uno tiene el corazón de Dios es cuando consigue ver desde su verdad genuina y auténtica, ve la verdad de las cosas, tiene la visión de los hijos de Dios. Otra sentencia de gran sabiduría que viene a decir lo mismo: es más fácil calzarse unas zapatillas, que alfombrar toda la tierra. Ya va siendo hora de que dejemos de quejarnos, de que enchufemos siempre la responsabili­dad a los demás, de hacerlo depender todo de afuera. En el fondo es la actitud del ciego que está ofuscado por el orgullo y la altanería. Por lo tanto, es hora de hacernos cargo de nuestras propias vidas, de responsabilizarnos, de ser agentes constructivos y transformadores de la realidad. Y esto solo es posible cuando se hace la luz en el propio corazón para verlo todo iluminado.

Un cuento que habla, precisamente, de la diferencia entre el corazón de Dios y el nuestro­: Una mujer que suponía estar teniendo visiones de Dios fue a pedir consejo al Obispo. Él le recomendó: -Usted puede estar creyendo en ilusiones. Debe entender que, como Obispo de la diócesis, yo soy quien puede decidir si sus visiones son verdaderas o falsas.

– Sí, Excelencia. – Ésa es mi responsabilidad, es mi deber. – Perfectamente, Excelencia. – Entonces, deberá hacer lo que le ordene. – Lo haré, Excelencia. – Entonces escuche: la próxima vez que Dios se le aparezca, como dice que se le aparece, usted hará un test, por el cual sabrá si es realmente Dios. – De acuerdo, Excelencia. Pero, ¿cómo es el test? – Diga a Dios: “Por favor, revéleme los pecados personales y privados del señor Obispo”. Si es Dios el que se le aparece, Él le revelará mis pecados. Después vuelva aquí y cuénteme, y a nadie más. ¿Está bien?

– Así lo haré, Excelencia. Después de un mes, ella pidió una entrevista con el Obispo, quien le preguntó. – ¿Dios se le apareció de nuevo? – Creo que sí, Excelencia. – ¿Le hizo la pregunta que le ordené? – ¡Por cierto, Excelencia! – ¿Qué dijo Dios? – Dios me dijo: “¡Ve a comunicarle al Obispo que me olvidé de todos sus pecados!”.

Algo fundamental que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida monástica es que, independientemente del proceso personal de cada aspirante a la vida monástica, tiene que llegar un momento en el que el monje debe coger la vida en sus manos, hacerse cargo de su vida y responsabilizarse. Mientras el novicio o el profeso hagan depender la buena marcha de su vida y de su vocación de la comunidad, o de las hermanos, o de los superiores, o del formador; mientras sigan considerándose víctimas de la comunidad; mientras dejen de lado su conversión personal con la excusa de que son los demás quienes deben convertirse; mientras dependan de la santidad de los otros para empezar a ser santos… entonces no habrá nada que hacer.

Es necesario que llegue un momento en el que asuma que las cosas dependen de mi y no debe importarme ya cómo son o debieran ser los demás; lo único que debe importarme es mi propia conversión, lo que debo hacer, lo que está en mi mano. Se hace imprescindible cambiar el sentido de mi mirada, de mis expectativas. Se debe producir una vuelta al corazón, a la escucha del interior, y dejar de vivir pendientes de lo externo. Porque la comunidad marchará mejor si yo comienzo a cambiar; la comunidad será más santa, si yo descubro la misericordia de Dios en mí. Es la única manera de ser miembro de una comunidad reunida en el nombre del Señor.

Quien no dé este paso no tiene aptitudes para vivir en una comunidad, porque no vale para ser religioso. Acabará marchándose diciendo que “no hay quien viva en esta comunidad”. Y si permanece en la comunidad, será una persona rencorosa, negativa, amargada, quejica e insoportable… y la comunidad dará una vez más testimonio de acogida y misericordia. ¡Tenemos que dar tantas  gracias a Dios por la acogida y la misericordia de nuestras comunidades fraternas!

¡Qué curioso! ¡Con qué poco, solamente con esta vuelta hacia sí mismo, con este cambio tan pequeño pero tan substancial, la comunidad pecadora puede convertirse a nuestros ojos en una comunidad santa! Y podéis estar seguros de que cuando se mira a los hermanos con el corazón de Dios, cuando uno se ha calzado las zapatillas, se produce una auténtica transformación: solo con ver las cosas transformadas, porque los ojos están limpios, la realidad también se transfigura.

Ahora bien, esto que estamos diciendo, tan bonito, que puede parecer sencillísimo, supone un arduo trabajo diario, constante; supone ponerse continuamente en situación de vigilancia, de escucha, de atención; requiere abandonarse en las manos de Dios, en sus juicios y criterios. En definitiva, no es obra de nuestras manos, sino puro don de la infinita misericordia de Dios.

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