Es inevitable que cundan los análisis que, pretendiendo sacarnos de la postración, poco a poco, nos hunden más en ella. Cuando gastamos el tiempo en reconocer que lo bueno está en lo que la historia nos ha dado y lo mucho que hemos dado a la historia, encontramos un buen entretenimiento académico que, sin embargo, nos aleja mucho más de la «mies».
La reflexión sobre lo que somos, apoyado en lo que hemos sido, cansa. Y cansa mucho. Fatiga y envuelve a modo de mortaja a quien sabiéndose vivo, está por el contrario abocado a no mostrarlo porque «este no es su tiempo». Los recuerdos son buenos para «pasar una tarde», pero de difícil digestión para soñar nueva vida.
Puede haber religiosos sentados, esperando o mirando. Analizan lo que pasa. Cuentan errores de quienes se arriesgan. Caen en las carencias de creatividad de quienes cada mañana intentan que la vida sea fresca. Ven que éstos se equivocan muchas veces, ponen su vida en cuestión y se cuestionan vocacionalmente. Ellos no, porque han encontrado un lugar vocacional estable y sereno: el tribunal. Se han convertido en censores que, con eficacia, ofrecen comentarios de texto, interpretan y juzgan, a veces con severidad, a tantos ingenuos e ingenuas que quieren una vida religiosa frágil, contaminada de bendita humanidad y haciendo camino con la calle. El problema de la vida religiosa no está fuera de ella. No son los contextos, ni el difícil trasiego por este siglo. Son nuestros vestigios de pasado, los anacronismos cuidados por miedo, los estilos agotados y, a la vez, prolongados hasta la extenuación. Son las actitudes de «tirar la toalla» que, sin ser explícitas, se manifiestan con brío en los juicios inmisericordes, autorreferenciales y sin vida. Incluso parecen estar tranquilos, porque a pesar de estadísticas y edades, «todavía podemos aguantar unos años más…» sentados, eso sí.
Llegó la hora de levantarse. Poner-se en camino. Dejar de calcular. Creer en la providencia. Confiar en quien camina a nuestro lado y llenar de vida lo que compartimos. Llegó la hora de apostar, y hacerlo en firme y totalmente, por nuestros carismas. Dar rienda suelta al Espíritu para que nos lleve a los márgenes, los de nuestra propia existencia, y allí encontrarnos con lo que nos hace felices: amar, amar siempre y amar a todos. Al ponernos en pie, hay que tener cuidado con los mareos. Una caída siempre es delicada, aunque de todas se aprenda. Los mareos son los espejismos, las proyecciones o las búsquedas de vida, donde ésta no está. Hay mareos que son la confusión de entender que la misión son números o popularidad. Otros son aquellos que creen que el latido de la vida religiosa reside en las estructuras y no en las personas. Incluso pueden manifestarse en tasar la pasión de la entrega en cifras de rentabilidad económica. Son mareos que todos, alguna vez, hemos padecido y tienen que ver con la supervivencia, más que con la vida.
Levantarnos y ponernos en camino es tanto como dejar de lado el guión. Volver a aprender. Permitir que el reino sepa a nuevo y no a sabido. Arriesgarnos a la debilidad de empezar para este tiempo, estas gentes y sus rasgos. Así, vacíos de «historias», la inercia no conseguirá repetir y hasta disfrazar la necesidad de la vida religiosa, con lo que a mí me parece necesario.
Es muy evidente que hasta que no escuchemos cada voz no sabremos qué es y qué necesitan los religiosos. Ni recetas fabricadas, ni voluntarismos bañados de lenguaje espiritual que no incomode. Vidas abiertas, compartidas, sinceras y dispuestas a inaugurar. En la verdad de quienes hoy estamos en la vida religiosa, está la verdad de su misión, comunidad y signo. El verbo es levantarnos, pero no se llega a él si antes no decidimos, tú y yo, hacerlo.