Todos dicen que está, pero pocos la conocen. Es la «siempre presente» en documentos y declaraciones, pero ausente en el día a día. Como si no gustase de lo normal y definitivamente se hubiese ido a vivir a la «zona exclusiva» de lo extraordinario. Me refiero a la alegría y su quehacer en la vida religiosa.
Pocas personas reconocen que aspiran a no ser alegres, incluso que en la razón vocacional de su entrega no estuviese, como primera motivación, un estado de paz y gozo en las cosas de Dios. Muchos refieren su historia de felicidad, que es el seguimiento, vinculado al sincero compartir con los hermanos o hermanas… ¿Qué pasa después? ¿En qué hemos convertido la vida de comunión al servicio de la misión? ¿Qué nos aportamos cuando se transforma la convivencia en prevención?
Nuestro Papa, que dice muchas cosas, –todas útiles y desconcertantes–, insiste en una verdad que es un deseo: «donde hay religiosos, hay alegría». Y así debe ser. La pregunta a nuestras congregaciones, en este tiempo, no versa sobre cómo vamos a formular, una vez más, el carisma para que resulte actual. Tampoco cómo sortear las cifras de decrecimiento que son, ciertamente, dramáticas. Enrocarnos en más de lo mismo convierte este año de recuerdo y agradecimiento en un cansancio añadido. No se levanta el ánimo de las comunidades religiosas reiterando lo valiosísima que es nuestra opción frente a otras, ni argumentando datos de ayer que muestren lo bien que hemos sabido hacer los deberes a lo largo de la historia. Me temo que esto no alienta ni a quienes frecuentemente lo hacen. Mucho menos a las generaciones más jóvenes que explícitamente renuncian a la historia, sencillamente porque son jóvenes, y tienen todo el derecho –y la obligación– de recrear su vida religiosa. No se conquista la alegría porque la fijemos en el slogan del capítulo o aparezca luminosa en la página web… La alegría es una lectura de la vida desde la fe y, en esa aceptación, hay un ejercicio de compromiso que hay que asumir personalmente.
Se aprende mucho acompañando a quien verbaliza la crisis. Quienes manifiestan la pérdida de alegría y por qué. Sobre todo cuando desaparece el reproche y aparece la responsabilidad. ¿Por qué perdí la alegría? ¿Cuándo empecé a silenciar la espontaneidad? No se llega a responder sin un ejercicio honesto que nos lleve a las raíces de la propia vida. No se encuentra la alegría en el horizonte de la comunidad y la misión, cuando no se ha cuidado la fe.
Es evidente que nuestra alegría no es la del confort, aquella que prometen nuestras sociedades aparentemente alegres. Entre las motivaciones del consumo aparece una búsqueda ansiosa e inútil de la alegría. Quienes dan el paso hacia la vida religiosa, no llegan a ella en esas búsquedas, sino en aquellos hallazgos, a penas descriptibles, por los que Dios permitió que el corazón se ensanchase… tanto que llegan a caber todos, sin parcelas mediocres.
Tras un ejercicio de limpieza, que denominábamos «barrer lo inservible», viene un ejercicio de verdad que llamamos alegría en la llamada y la comunión. Desenmascara esta alegría las medias verdades, los cálculos siniestros, los afanes de poder, los círculos de presión, la murmuración, la soltería, el desánimo y hasta la crueldad.
La alegría está donde están los religiosos, es cierto. Sin embargo, hay que recuperarla limpia, sin parcelas ni medidas; sin añadidos y ni maquillajes. Alegres por ser amados, elegidos, reconciliados y enviados. Después, si lo ofrecemos y escuchamos sin examinarnos. Si nos reunimos y, sin levantar acta, dialogamos con admiración y respeto, veremos que nuestros sueños, tienen mucho del sueño de Dios; que la pluralidad es riqueza y no problema y el poder un sin sentido, porque hemos descubierto el verdadero amor. Así, a la hora de la verdad, nos encontraremos de bruces con la misión, la que el pueblo necesita y a nosotros nos llena. Más que palabras o procesos perfectamente estructurados, la gente necesita saber que el Reino es posible porque hay alguien que lo vive. El milagro que se entiende y admira es la alegría. Vidas que se han encontrado en una llamada y recrean el gozo de no necesitar nada más. Sobran muchas zozobras sobre nuestra incidencia vocacional. La cuestión es directa: ¿Qué alegría contagia mi comunidad o congregación? Porque Dios sigue llamando, pero llama allí donde la alegría se regala. Donde tiene precio o no llega a todos, no habrá mañana, porque tampoco hay mucho hoy.
Gracias, por tu verdad y libertad, que nos ilumina y confirma en lo que Dios soñó para la vida religiosa.
Una pregunta ¿por qué tan pensativo?