NÚMERO DE VR, NOVIEMBRE 2022

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El peligro de la «normalidad»

En realidad, lo peligroso es aquello que, por reiterado, termina por parecernos normal. Lo que la inercia convierte en norma hasta casi no dejar un resquicio a la espontaneidad.

En el año 2021 llegó a los cines una película de Daniel Cohen titulada Envidia sana. El argumento es la amistad de dos parejas que transcurre con «normalidad» durante muchos años. Reina entre ellos una armonía sostenida en el presunto conocimiento que tiene cada uno del resto. Un día, todo se desvanece cuando surge una noticia. Una del grupo anuncia al resto que ha escrito una novela que además se convertirá en un éxito de ventas. A partir de ahí la «normalidad relacional» se desvanece y aparecen constantes escenas de celos, reproches y envidias…

No sé si es muy pertinente que los consagrados busquemos como criterio la normalidad. Lo que se ajusta a la norma «sin exceder o adolecer» que dice el Diccionario de la Real Academia. Más bien, nuestra vida está afectada de una evidente anormalidad por los valores y relaciones que queremos expresar.

La «normalidad» conquistada para vivir sin sobresalto, nos puede llevar a relaciones epidérmicas, conversaciones estereotipadas y a tópicos consentidos. Y hasta nos puede llegar a parecer lo deseable. Sin embargo, la esencia de la comunión consiste en lograr que el clima evangélico permita aflorar lo mejor de cada uno para el servicio de la comunidad. Y ese proceso conlleva el ejercicio supremo de amor y de reconocimiento, valoración y agradecimiento de ti, por ser tú, para que seas tú para nosotros. Y así crezcamos en la alegría de que formes parte de nuestra vida.

En la película citada, antes del éxito de una de ellas, los cuatro protagonistas creen tener una buena relación forjada en años. Piensan que son cómplices y se ayudan a creer y crecer juntos. Están cómodos en unas relaciones mediocres en las que constantemente se dicen unos a otros lo mucho que se conocen. Abusan y abunda en la ironía del trato. No hay sobresaltos. Es todo normal. Pero casi todo es mentira.

Evidentemente, esa supuesta «comunidad» me hizo pensar en los estilos en los que aseguramos nuestras «normalidades comunitarias». Nuestros diálogos, discernimientos y verdades compartidas. Me llevó a reflexionar sobre todo aquello que me parece normal y, probablemente, no lo es. Es curioso, por ejemplo, que el éxito y reconocimiento de la protagonista siembre tanto desconcierto, inseguridad y fracaso en el resto de «comunitarios». De repente, cuatro amigos de siempre se convierten en desconocidos, incapaces de reconocer y recocerse, incapaces de celebrar la vida, tan solo porque una de ellos es aplaudida y valorada por muchos.

En la película se nos muestra una «comunidad» cuyo único propósito es empequeñecer a sus miembros para que nada se rompa.  A más debilidad personal creen que el vínculo fraterno es más real… No sé, o sí, ¿quién sabe? Quizá nos pueda estar pasando lo mismo en la comunidad religiosa. Queremos su significación y transformación, pero a veces buscamos inconscientemente que nadie muestre su riqueza. Es el miedo al valor que Dios nos regala en el otro. Es la sobreabundancia del yo, y como recientemente nos dijo el papa Francisco, «donde hay demasiado yo, hay poco Dios». Es la fuerza de esos tentáculos de la mediocridad que pueden llegar a hacerte creer que reconocer a alguien en su virtud, resta valía a tu vida.

El gran reto para la vida consagrada de nuestro tiempo no es tanto que demuestre su valor para la sociedad, cuanto que aprendamos a valorarnos y reconocernos quienes ofrecemos juntos el don de la consagración en comunidad. El camino para lograrlo es la formación y la puerta que la abre es la introspección, el diálogo interior y la sanación de los propios «duendes» que, en ocasiones, no te dejan respirar y casi te asfixian en mil sueños de celos, rivalidades y envidias. La vida consagrada es una comunidad rica y llena de posibilidad. Su razón de ser es el anuncio, la transformación y la celebración del encuentro auténtico. No puede permitirse el lujo de renunciar a tanto don; de apagar, ocultar o ensombrecer los regalos de las vidas de quienes la integran. Ha de abrirse a la luz para no confundir normalidad con mediocridad.