viernes, 29 marzo, 2024

NÚMERO DE VR, JUNIO 2022

La falsa urgencia

La dificultad para cambiar no está en que no se vea la necesidad, sino en que no se experimenta la urgencia. Y es evidente que el seguimiento de Jesús o experimenta urgencia por el Reino, o tiende a acomodarse en derroteros estériles de discusión o dialéctica.

Es indudable el esfuerzo y la tensión formativa que actualmente todos los consagrados de una u otra forma estamos viviendo. La imperiosa necesidad de entender este tiempo como tiempo de Dios y «reinventar» un estilo de seguimiento que responda a las urgencias del Espíritu, sostienen, de alguna manera, los esfuerzos de casi todas las congregaciones. Si nos decidiésemos a estudiar la incidencia de los mismos en cada persona, descubriríamos un común denominador: la respuesta suele ser que «lo estamos intentando». Que es el termómetro tranquilizador de la mediocridad o la falsa urgencia.

Ya hace años que John Kotter diagnosticó «la falsa urgencia» como uno de los rasgos de las sociedades gastadas. Y entre nosotros, consagrados, se traduce en la respuesta consabida de «ya lo estamos intentando», aunque de facto no nos movamos un centímetro de nuestras posiciones solidificadas con el paso de los años y el peso de las costumbres. La falsa urgencia nos permite estar con cierta sensación de actualidad e, incluso, abordar temas de actualidad. Nos posibilita hacer nuestras, expresiones proféticas, discutir sobre ellas y, aún más, nos permite soñar un «cómo sería» porque tenemos recursos para poder describir un hipotético cambio. La falsa urgencia no distorsiona nuestro concepto sobre la comunidad, pero nos paraliza para intentar su construcción. Nos lleva a describir –incluso perfectamente– la libertad de la misión, sin que nuestra vida tenga que hacer ningún ejercicio de disponibilidad o transparencia. La falsa urgencia puede llegar más lejos y puede «serenarnos» en la vivencia teórica de unos consejos evangélicos que se enraízan en las bienaventuranzas, sin que nuestro corazón llegue a querer a nadie más que a nosotros mismos. En el fondo, la falsa urgencia consiste en creer que los valores se viven y los problemas se solucionan sencillamente hablando sobre ellos, convocando una reunión para tratarlos o redactando un documento.

La aspiración es conectarnos con la urgencia evangélica. La que el Espíritu suscita en los corazones dispuestos y que, desde siempre, se llama conversión. No deja de ser paradójico que uno de los primeros signos de la conversión sea la paz, cuando exige cambio interior y transformación. Y es que la metanoia provoca esa serenidad interior que permite leer el entorno como es, sin dejar caer sobre él nuestros «malos espíritus» del descrédito, la envidia o la difamación. La urgencia evangélica nos da la libertad que necesitamos para gustar la vida que hemos elegido y asumir sus compromisos no como carga, sino como amor y necesidad. Me pregunto ¿qué asociamos con vida espiritual, cuando somos testigos de tantas huidas, recelos o «falsa urgencia» al hablar de Dios y la relación con él sin practicarla? Seguramente la falsa urgencia nos lleve a describir las presencias/ausencias en la oración comunitaria; la fidelidad a los ejercicios espirituales; la práctica de los sacramentos; los tiempos de oración. La urgencia evangélica, sin embargo, nos llevará a preguntarnos personalmente ¿cómo puedo llevar una vida evangélica si mi relación con el Evangelio es puntual o estética? ¿Qué imagen distorsionada tengo de Dios que me cansa y huyo tan expresivamente de su búsqueda? ¿Cómo puedo devaluar la experiencia espiritual al medirla en minutos o el conocimiento de Dios al medirlo en saberes? La vida en comunidad y la misión que nace de esa vida, necesita el punto de encuentro de la fe que crea hogar. Esa es la urgencia evangélica. Conformarnos en una constante evaluación destructiva, reparar únicamente en lo que no entendemos del otro, confundir comunidad con horario y fidelidad con costumbre, medirlo todo, incluso, el bien… además de falsa urgencia conduce, evidentemente, a una vida infeliz y estéril. Que además, desgraciadamente, se contagia.

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