Gonzalo Fernández Sanz
Director de VR
En el hemisferio norte, julio suele ser el mes propicio para ejercicios espirituales, capítulos, encuentros formativos, cursos de verano, campamentos, experiencias misioneras, servicios de voluntariado, aprendizaje de lenguas, peregrinaciones y asambleas de todo tipo. Podríamos decir que julio es el mes sinodal por excelencia porque “nos ponemos en camino con otros” para cultivar nuestra vocación de personas consagradas.
Existe un riesgo comprobado de obesidad formativa, pero pesa más la oportunidad de pararse, escuchar, compartir, formarse y ensanchar la mente y el corazón. Las personas consagradas disponemos de recursos que no son habituales en los laicos o incluso en los ministros ordenados. Nuestra organización comunitaria y a menudo nuestra presencia internacional nos permite disponer de tiempos, espacios y medios materiales para cultivar la formación permanente. Es una bendición que debemos agradecer y aprovechar para crecer juntos y abordar en profundidad cuestiones relativas a nuestra vocación y misión que exigen tiempo y sosiego. El riesgo es acumular demasiadas iniciativas como quien colecciona mariposas, sin tiempo ni ganas para asimilarlas en profundidad.
A menudo en este terreno de la formación permanente es válido el principio de que “menos es más”. No se trata de atiborrarnos de “experiencias” (como se decía en un tiempo), sino de escoger aquellas iniciativas que son más conducentes al fin de nuestra vida consagrada, a nuestra edad y a nuestras necesidades específicas. Para ello no es necesario hacer grandes dispendios económicos (viajes, lugares exóticos, ponentes muy cualificados, etc.). Las verdaderas transformaciones personales se producen más por irradiación, por contagio, que por acumulación de propuestas. Por eso, la cuestión no es cómo vamos a rellenar el verano con muchas iniciativas, sino, más bien, con qué personas o comunidades podemos entrar en contacto para enriquecernos con la autenticidad de su vida cristiana y con la fuerza de su testimonio.
En este año jubilar muchas comunidades y congregaciones han organizado peregrinaciones a Roma o a otros lugares (iglesias, santuarios, etc.) señalados por las distintas diócesis. Estas peregrinaciones, si se preparan a fondo y no se reducen a meros paseos turísticos, pueden ser una excelente oportunidad para unirnos a la Iglesia universal y particular, para conocer comunidades vivas y para profundizar en la esperanza que no defrauda. Si algo necesita hoy la vida consagrada, en un contexto de disminución y fragilidad, es precisamente descubrir que Cristo es la razón última de nuestra esperanza. Sin reavivar esta honda experiencia espiritual no es posible vivir la actual coyuntura con serenidad y alegría.
¿Cómo se cultiva la esperanza? ¿Cómo podemos ayudarnos unos a otros a no sucumbir al pesimismo y al desánimo? La tentación es reproducir el modelo consumista que nos ofrece la sociedad. Por eso, corremos el riesgo de multiplicar las iniciativas de formación para rellenar los vacíos de una vida anodina. Necesitamos sentir que “estamos haciendo algo”, que no nos abandonamos a la inercia de una vida consagrada en caída libre. Pero este camino es engañoso porque nos entretiene, nos ocupa, pero no nos nutre. Lo que necesitamos es una drástica dieta de productos formativos ultraprocesados. Ese ayuno nos ayudará a curar la obesidad formativa y nos permitirá dedicar más tiempo a viajar de la distracción en la que podemos estar viviendo al centro de nuestra experiencia vocacional. Este viaje espiritual pasa por tiempos prolongados de desconexión digital, silencio, lectura sosegada, oración compartida y diálogo sin filtros. Ninguno de estos ingredientes exige grandes dispendios.
Cuando huimos del silencio, incluso del aburrimiento, cuando programamos al detalle los llamados “tiempos libres o de descanso”, no dejamos espacio para las preguntas, las búsquedas y las sorpresas. En consecuencia, no avanzamos. Menos programación puede significar más apertura a lo nuevo, a lo inesperado. Quizás el verano es una oportunidad para dejar de tener todo bajo control y experimentar que el flujo de la vida nos hace desembocar, a veces, en ríos inexplorados. Son a menudo estos ríos que no figuraban en nuestro mapa personal los que nos proporcionan el agua viva que necesitamos para no ahogarnos en la rutina y la mediocridad.