El evangelio de hoy nos habla de dos primos, Juan y Jesús, con una misión común. Juan el Bautista, un profeta del desierto, sin pelos en la lengua, que anunciaba la venida del Mesías y que llamaba a la conversión. El anuncio y el bautismo que proponía hizo que muchas personas comenzaran a seguirlo.
Sus palabras de denuncia le habían llevado a la prisión de Maqueronte, en la orilla oriental del Mar Muerto, donde residía el gobernador de Perea y Galilea, Herodes Antipas. Todos recordamos la historia con Herodías, y las denuncias de Juan, lo que le llevó al encarcelamiento y posterior muerte.
Durante el tiempo que estuvo en la prisión, le llegaron noticias de Jesús, pero tenía dudas de que fuera el Mesías, pues los gestos que le precedían no eran los que ellos esperaban del salvador o liberador. El Mesías en la tradición judía, seguiría los pasos del rey David, reuniendo a todo el pueblo de Israel, poniéndose al frente de sus ejércitos y restaurando el Nombre del Señor y su reinado frente a todas las naciones.
Es en este contexto que Juan manda a sus discípulos desde la prisión de Maqueronte para que le pregunten a Jesús: “¿Eres tú el que tenía que venir o hemos de esperar a otro?”.
Jesús no le da explicaciones o reflexiones sobre la salvación, sino que le remite a su testimonio: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena noticia”.
Este es el verdadero Mesías, como lo anunciaba el profeta Isaías, que leyó Jesús al comienzo de su misión pública: el que viene a aliviar el sufrimiento, a sanar a los enfermos y sobre todo el que viene a dar esperanza a todas las personas pobres, que se sienten en la auténtica miseria y anhelan una vida mejor.
A Juan, como muchas veces a nosotros, nos pasa que esperamos un Mesías de fuegos artificiales y de escaparates, como las que estas semanas vemos en los mercados de Navidad. Seguimos esperando a un Mesías con pompa y séquito, que llene todas nuestras ansias de grandeza.
Jesús lo tiene muy claro, y no hace falta más que ver quiénes son las personas que se acercan a Jesús, con quien comparte su mesa. Hoy nos lo dice muy claro el evangelio. Las personas a las que Jesús acoge son las personas ciegas, invalidas, enfermas, las pobres, las que han perdido la esperanza en sus vidas.
Me gustaría compartiros hoy un pequeño testimonio que viene a mi mente al leer este pasaje. Esta semana he estado en Rumania, visitando a nuestros equipos del Servicio Jesuita a Refugiados (JRS, con sus siglas en inglés). Desde el inicio de la guerra, millones de personas ucranianas han cruzado la frontera rumana, en ocasiones para seguir el camino hacia el resto de Europa, y muchas otras para residir en Rumania, esperando el fin de la guerra para regresar a sus hogares. Nuestros equipos allí están haciendo un trabajo espectacular, no desde los fuegos artificiales o desde la superioridad, sino poniéndose al servicio, proveyendo alimentos, abriendo sus hogares y recursos de alojamiento, formación y educación a los niños, sanando a los enfermos,…
Algo que me impresionó es el testimonio de una profesora ucraniana, la responsable de varias escuelas con refugiados ucranianos. Vino a saludarme para hablarme de nuestros equipos, y lo que más me tocó el corazón, fue que se habían sentido acogidos desde el inicio como personas, como profesionales, con dignidad. A veces -me decía ella-, los refugiados somos tratados como objetos de los cuidados, como muebles que se pueden mover hoy aquí y mañana allí, como inferiores, como no dignos; pero lo que habían sentido desde el JRS es que sus vidas eran valiosas y les habían transmitido esperanza.
Os tengo que reconocer que casi se me caen las lágrimas cuando vi su rostro al expresarlo, del mismo modo que el testimonio de tanta gente que preparó todo un festival de Adviento, en el que participamos, donde cada familia y cada niño aportó desde sus habilidades y capacidades. Muy impresionado.
Realmente vi el testimonio de Jesús, un verdadero “adviento” en la vida de estas familias, así como el cuidado y cariño de nuestros equipos de profesionales por las personas más vulnerables que necesitan mantener viva la esperanza.
De regreso a Bruselas me preguntaba, ¿Con quiénes me relaciono yo? Podríamos hoy después de escuchar este evangelio preguntarnos ¿Con quiénes nos relacionamos cada uno y cada una de nosotras? Como seguidores de Jesús, ¿Seguimos sus pasos y damos testimonio como él o miramos hacia otro lado? ¿Cuál es nuestro testimonio en nuestra vida cotidiana, con nuestras familias, en nuestro trabajo, en la escuela? ¿Nos reconocen como seguidores de Jesús? ¿Damos consuelo a los demás, somos buenos compañeros, ayudamos a los que lo necesitan, tramamos a la gente dignamente, mantenemos viva la esperanza? ¿Qué es lo que los demás dicen de nosotros?
Que este tiempo de Adviento, sea un tiempo de volver los ojos a Jesús, a los descartados de este mundo y caminar a su lado, para que poco a poco nos vayamos haciendo auténticos seguidores de Jesús, compañeros y compañeras que anuncien de verdad la Buena Noticia, personas con las que de gusto compartir y encontrarse, auténticos agentes de esperanza.
Alberto Ares, sj
Domingo 3º de Adviento - Ciclo A – S. Mateo 11, 2-11