A vueltas con la reforma, con las reformas. Con las grandes reformas institucionales y las pequeñas reformas para andar por casa; ambas al alimón. Seguimos escurriendo el bulto de las pequeñas reformas, aparentemente imperceptibles; a la larga: subversivas. Como la que llevó a cabo Jesús y el movimiento popular que le siguió en los primeros momentos, años. ¿Cuándo declarará algún papa, o algún obispo para su diócesis, el «año de las pequeñas reformas» en las que todos tengamos algo que decir, algo que dialogar, incluso mucho que discutir, en pequeños sínodos sin publicidad en papel elegante?
He pensado, sin darle demasiada forma, en cuáles serían algunas entre las varias reformas de discreta estofa, que podemos ir emprendiendo ya, sin esperar los nuevos nombramientos y los nuevos organigramas vaticanos… ¡tan lejanos a veces! ¿Por dónde empezar? Tal vez por declarar un año santo de oración, diálogo y reflexión para ponernos de acuerdo en la ruta que hay que seguir. Yo creo que andamos sin ruta, «desrutados» (¿se dice así?). Un año para pensar…
Lo primero, a mi modo de ver las cosas: desclericalizar la Iglesia, retornar al principio axial del Vaticano II de «Iglesia pueblo de Dios». Esto no nos lo creemos los laicos, ni los obispos; no sé el papa, pero supongo que tampoco. Seguimos pensando desde una Iglesia profundamente clericalizada, secularmente clericalizada, enfermizamente clericalizada. Este proceso purificador, este baño higiénico de Iglesia-pueblo de Dios, se me antoja, todavía, excesivamente ausente de las mentes y los corazones de los clérigos y de los «fieles» laicos… (¿sólo los laicos son «fieles»? ¿y los curas y los obispos?)
Una «pequeña» reforma de la Iglesia, que lo es de la vida cristiana, pasa necesariamente por una purificación de eso que hemos dado en llamar «la doctrina» católica. Nuestra gente, en una buena mayoría, sigue manteniendo paradigmas teológicos superados, anacrónicos, incluso erráticos o parcializados, hipotecados por su momento histórico. Urge una renovación teológica a tenor del Vaticano II, una nueva purificación: la de la teología de los laicos y de no pocos curas. Todavía hay mucha gente que arrastra verdades que son cuasi mentiras y mentiras que hacen sufrir, por ser falsas, tangenciales, relativas, secundarias… ¡Todavía hay gente buena que cree en el limbo o en el demonio con rabo y cuernos! ¿Hasta cuándo?
Otra pequeña reforma hecha desde abajo: los cristianos hemos de experimentar a Dios como el Misterio definidor y definitivo de nuestra vida. Hay que provocar que la gente se ponga en situación de tener «experiencia de Dios». Cómo hacerlo, no lo sé. Pero sin esa experiencia sacudidora la fe continuará siendo una retahíla de ideas deshilvanadas, de prácticas morales heterónomas, de ritos preceptivos, aburridos y repetitivos, de obediencias inmaduras. Sin experiencia de Dios no hay parresía, no hay testimonio, no hay compromiso, no hay Iglesia, sino conglomerado de gentes en misa dominical.
¿Hasta cuándo una fe, una Iglesia, una vida cristiana, escorada hacia lo peor del pasado, a la búsqueda de seguridades y tranquilinas opiáceas para conciencias perturbadas? ¿Se puede vivir la fe en el siglo XXI, se puede ser «tardomoderno» y a la vez profundamente cristiano? ¿Cuándo hará la Iglesia las paces con la Modernidad? Unas paces pautadas, dialogadas, reconocedoras de dislates y cosas buenas en ambos bandos: los nuestros y los de la Modernidad, que también es nuestra, por cierto.
Hay muchas más pequeñas reformas por iniciar. Concluyo con una central: hay que recuperar el rostro del Misterio de Dios que nos mostró Jesucristo. Seguimos con imágenes falsas de Dios, imágenes filosóficas, imágenes tremebundas, rostros de Dios para echar a correr y no volver más. Peregrinar, con confianza, hacia el verdadero icono de Dios: el que nos reveló el sencillo carpintero de Galilea, reformador de una religión y gran Camino de acceso al Dios que Él llamó, atrevidamente, «papá» y «mamá».