¿Qué concluir de estas premisas en lo referente al amor de Dios, un Dios invisible, que ni tocamos, ni palpamos, ni sentimos, ni vemos? En la relación con este Dios invisible para los ojos de la carne, hay motivos para alegrarse. Primero porque sabemos que Dios nos ama. Y, aunque parece lejano, se interesa por nosotros; más aún, siempre está pensando en nosotros, nos tiene permanentemente en su memoria. Pero, además, cuando nosotros amamos a Dios, Dios mismo se hace presente en nuestra vida, en nuestro corazón, nuestra mente y nuestro espíritu, según dice 1Jn 4,16: “el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él”. Y también Jn 14,23: “si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.
De ahí esta magnífica glosa de Tomás de Aquino a 2Co 5,6 (mientras vivimos en este cuerpo estamos lejos del Señor): “Se afirma que, mientras estamos en el cuerpo, estamos lejos de Dios por comparación a quienes están en su presencia y gozan así de su visión. Por eso se añade en el versículo 7: “caminamos en la fe y no en la visión”. Pero aún en esta vida, Dios se hace presente en quienes le aman, por la gracia que le hace inhabitar en ellos”.