Hay edificaciones que soportan siglos siendo a lo largo de la historia albergue, cobijo o resguardo de todos los que, bajo ellas, han estado. Hoy son para nosotros testimonio, no solo de otro tiempo, sino de algo bien hecho, bien construido, estable y sólido. En esos edificios hay una viga maestra. Un punto de encuentro y distribución. Un equilibrio perfecto de fuerzas que, por serlo, también es garantía de solidez.
El Papa Francisco, cuando anunció el Año de la Misericordia, nos dejó dos expresiones elocuentes. La primera es, «La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia»; y la segunda, «Nunca se canse de ofrecer misericordia y sea siempre paciente en el confortar y perdonar». Una viga que debe estar siempre y permanecer para siempre.
Algunos religiosos han expresado cierto cansancio ante la sucesión de «años dedicados a…». Algo parecido a las campañas comerciales cuando se solapan y comienza una antes de concluir la anterior. Pudiera ocurrir que los medios favorezcamos cierto «consumo», aunque sea de valores. Lo cierto es, sin embargo, que el año de la vida consagrada con el año de la misericordia, no solo se encuentran en el tiempo, sino que se necesitan en la vida. No existe vida consagrada si no es una vida dedicada pacientemente a la misericordia. Y ahí es donde no solo podemos continuar en un punto de reflexión interesante, sino que descubriremos que, cual viga maestra, la misericordia puede ser el quicio sobre el cual se vertebre la necesaria reforma de nuestra forma de seguimiento.
Los procesos de renovación de estructuras y de afirmación en el tiempo y en los contextos, han sido especialmente duros para los religiosos. Agilizar las cosas, darles sentido y ofrecer plataformas apostólicas que respondan a las necesidades reales de los contemporáneos no está siendo empresa sencilla. Si a ello unimos la disminución de fuerzas, el envejecimiento de las comunidades y los procesos inacabados, como la misión compartida, nos encontramos con una realidad compleja que siempre tiene la sensación de padecer crisis. En esta imperiosa necesidad de orientar, guiar, acomodar y fortalecer la realidad de las estructuras de vida religiosa, hay una cuestión de importancia singular: el cuidado de las personas. Descubrimos que los religiosos, en general, tenemos mejor formulada la misericordia, como propuesta para otros, que como estilo habitual entre nosotros. Algunas decisiones sirviendo a la eficacia, han perdido la lucidez de la misericordia. Y las consecuencias no son nada buenas. Aquello de «la alegría donde están los religiosos», se transforma, no pocas veces, en una suerte de vidas estables y estabilizadas en una tristeza y lamento sostenidos. Y ahondando un poco más, podemos incluso ver que la misericordia está perdida.
Hay personas heridas en la vida religiosa. Personas que han perdido la confianza, porque no sienten que en ellos o ellas se confíe. Personas que un día descubrieron que Dios había tenido con ellas misericordia, pero el paso del tiempo y el «arte» de quienes tenían que tener misericordia en sus comunidades y congregaciones se la ha ido negando. Pudiera haber un buen número de personas sedientas de misericordia que sin saciarse de ella en la comunidad, están imposibilitados para testimoniarla. Y este es el mayor reto de misión de nuestro tiempo. La viga maestra que sostiene el hoy de una vida religiosa que llame, convoque y transforme. No basta con estar o aguantar. Lo nuestro exige estar bien, celebrar bien y gozar bien. No es consumo, ni exceso. A la vida consagrada, le conviene «muy mucho» poner en práctica muchos años de misericordia, en la propia casa.