LA TENTACIÓN DE LA NOSTALGIA (y 2)

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La Iglesia es siempre una Iglesia que recuerda. Ni somos ni debemos ser olvidadizos, distraídos del pretérito y su historia. Rechazamos la amnesia para estar abiertos a la anámnesis:  ¡eso es la Eucaristía, por ejemplo, una memoria actualizada de Alguien que sigue vivo y se quedó con nosotros!  Recordar la historia, la de la Iglesia, como la personal y social, es no prescindir de las raíces, de nuestros ancestros y tatarabuelos, de los tatarabuelos de la Iglesia: los Padres de la Iglesia, las primeras comunidades, las grandes diatribas que vivieron en el seno de las primeras iglesias. Y conocer sus traiciones, sus egoísmos, sus grandes omisiones, sus pecados, en definitiva. ¡Los pecados de la Iglesia!, como titula un autor su libro eclesiológico. Pero es también -ya digo: a nivel biográfico y a nivel eclesial- recordar con gozo a sus grandes santos, a sus novedosas y beneficiosas colaboraciones con la Humanidad, a sus aportaciones a la cultura en todos los siglos, y sobre todo, a su capacidad humanizadora, única en la Historia. Mirar hacia atrás con veracidad, honestidad, sin complejos de culpa… pero con sentido de reconciliación, de múltiples mea culpas frutos de nuestra propia debilidad. Si no me siento parte de esa legión de pecadores… «soy un pecador», se define siempre Francisco… entonces no podemos asimilar con paz interior los grandes dislates de los hombres y mujeres de la Iglesia del ayer… «de la neblina del ayer», como canta un viejo bolero cubano.

Pero la Iglesia, experta en la anámnesis y el recuerdo reconciliador y arrepentido, no puede guarecerse en el adagio que ya citábamos antes: «cualquier tiempo pasado fue mejor»; más bien, debemos decir: «cualquier tiempo pasado fue… es, pasado». Retornar siempre a la Tradición no significa conceder estatuto de perennidad a las «tradiciones», unas afortunadas, y otras, no tanto. Cerrar las puertas, blindar las entradas, construir embudos doctrinales y/o morales para seleccionar quién puede entrar y quién debe quedarse fuera… es poner fronteras y concertinas a la acción libre y admirable del Espíritu. Nosotros no somos «los dueños de la Iglesia», sino «humildes siervos del Señor», como recordaba el papa Benedicto. La tentación de refugiarnos en un pasado magnificado injustamente, en una Iglesia bastión de hechos pasados, de ideas ya anacrónicas, de opciones ya periclitadas, de lenguajes in-significantes para la gente de hoy…. es un suicidio eclesial lento pero seguro, y sobre todo, se da de bruces con el Mensaje y la Persona de Jesús de Nazaret. «Mirad que yo hago nuevas todas las cosas» (Apoc.21,5).  La Iglesia no puede seguir viviendo con estructuras anquilosadas, con mentalidades enfermas de poder o de triunfalismo, con protagonismos de mitras y peleas barriobajeras por escalar «puestos» en una pirámide que debe convertirse, con urgencia, en un círculo cuyo único centro sea Jesucristo, muerto y resucitado. «Pedro llama a la puerta… ‘¡Mira!’. Está la alegría, está el miedo… Pero, ¿abrimos… no abrimos? Y él corre peligro, porque la policía puede tomarlo… Pero el miedo hace que nos detengamos, ¡nos detiene siempre! Nos cierra, nos cierra a las sorpresas de Dios», nos sigue diciendo Francisco en la pasada solemnidad de Pedro y Pablo. Abrir, abrirse, cuesta siempre un esfuerzo, preferimos permanecer confinados en la seguridad falsa de nuestro egocentrismo, sin  otras periferias existenciales que la piel que nos recubre. Una Iglesia fortaleza, siempre a la defensiva, muchas veces a la ofensiva, beligerante, poseedora de la Verdad absoluta… ¡Esta Iglesia no es la del Vaticano II! Más todavía: no es la Iglesia de Jesucristo. «La Iglesia lleva 200 años de retraso con relación al mundo», se atrevió a decir hace años, (más o menos) el extraordinario cardenal que fue Martini. Jesuita como Bergoglio, por cierto. «(Todo esto) nos hace percibir el clima de miedo en el que vivía la comunidad cristiana… la tentación que existe siempre para la Iglesia: la de cerrarse en sí misma de cara a los peligros»… continúa diciendo el Papa.

Preservar y cuidar esa mano cansada y vieja de la Iglesia milenaria y posar sobre ella, con respeto pero con espíritu de reforma, la misma mano, infantil, renovadora, casi de un bebé… ¡Dos manos de una misma y única Iglesia!