jueves, 25 abril, 2024

“DESIDERIO DESIDERAVI” Y SAN BENITO, PADRE DE EUROPA

“En la noche de nuestro presente, en la ambigüedad de nuestro futuro, y en la impotencia del grano que muere en mí y en mis hermanos, deseo proferir una palabra inicial, que las ciencias exactas no tienen tiempo de dedicarse a ella, pero que expresa el vínculo vital entre Dios y el mundo: BELLEZA” (H. U. von Balthasar)

Esta palabra “Belleza”, se trasluce con esplendor en la reciente Carta Apostólica “Desiderio Desideravi” que nos ofrece el Papa Francisco sobre la formación litúrgica del pueblo de Dios, y es que la humanidad entera está hambrienta y sedienta de una Belleza que no sea máscara y vacío, sino autenticidad y Verdad.

Todos vamos “caminando juntos”, con deseos de escucharnos mucho, y tener diálogos fecundos y fraternos. Hemos trabajado mucho en torno a la sinodalidad y ha sido muy bueno. Pero los diálogos y los encuentros fraternos no están aislados del devenir del día a día, son parte y prolongación de lo que vivimos a diario y es esto lo que debemos cuidar. Si habitualmente nos movemos en la maledicencia y los chismes, sembrando un ambiente de descalificación y descontento, después no podemos pretender intercambios elocuentes y sabrosos que edifiquen a todos.

Por eso me resulta muy oportuna esta Carta del Papa, que nos introduce con gran belleza en la liturgia, y en la urgencia de una vivencia más profunda de ella, ya que la liturgia –y especialmente la Eucaristía– es el “hoy” de la historia de la salvación, el instrumento que nos salva hoy de la superficialidad de la palabrería, y nos sienta en la mesa de Jesús, verdadera escuela, para adquirir una lengua de discípulo.

Toda nuestra vida está metida en una liturgia que se inició con la creación, y llega a su culmen en la Pascua de Jesús. De esta Pascua vivimos hoy, pero hay algo esencial que se nos escapa con frecuencia: el deseo de Jesús. De él parte esta Carta Apostólica: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22,15). Son las palabras de Jesús con las cuales se inicia el relato de la última Cena, en la que el corazón de Jesús está anhelante de la comunión que brota de comer el mismo pan y beber la misma copa.

Así, en esta mesa aparece la profundidad del amor de Dios a los hombres, un Dios que ahora tiene nombre y rostro, se llama Jesús y es el Maestro de Nazaret. Este anhelo de Jesús de comer la Pascua con sus discípulos no es un simple sentimentalismo, es un deseo intenso (epythimeo) que orienta toda su vida hacia esta Pascua, donde se rompen nuestras cadenas. El deseo de Jesús es la urgencia de vernos libres de nuestras ataduras. Y como toda mesa pascual está abierta a todos los que quieran tomar de su pan y su vino, pero no es una mesa improvisada, por eso: “Envió a Pedro y a Juan, diciéndoles: Id a prepararnos la Pascua para que la comamos” (Lc 22, 8).

¿Seremos capaces de preparar para esta generación la mesa de Jesús?

MESA PREPARADA Y DON OFRECIDO

Pedro y Juan habían sido enviados a preparar lo necesario para poder comer la Pascua, pero, mirándolo bien, dice el Papa: “toda la creación, toda la historia es una gran preparación de aquella Cena” (DD 3).

Hagamos memoria de la historia. En esta mesa se oyen los pasos confiados de Abraham saliendo hacia la tierra que Dios le mostrará, sin saber dónde está; se percibe el eco de los pies de Isaac subiendo al monte Moria, cargando con la leña del sacrificio; está también Jacob y sus hijos, José vendido por sus hermanos, los reyes y los profetas que alentaron al pueblo en el duro caminar, y un largo número de nombres e historias entretejidas, que forman el tejido del mundo, y marcan el camino hasta Jesús, el Cordero Pascual, puesto delante de nosotros para ser comido.

Es un inmenso don el que recibimos cada día en este pan partido y donado. “Pedro y los demás están en esa mesa, inconscientes y, sin embargo, necesarios…” (DD3). Quizás un poco como nosotros, cada día tenemos la belleza de un inmenso don ante nosotros, sentados todos a la mesa de Jesús, y se nos escapa el apreciarlo y acogerlo en gratuidad total.

Por eso es importante que se nos grabe a fuego lo que esta Carta afirma y es verdadero: “Nadie se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos” (DD4). También cada uno de nosotros hemos sido invitados, nadie gana con méritos el asiento junto a Jesús. Esta es la novedad absoluta de esa Cena, la única y verdadera novedad de la historia, la gratuidad del amor de Dios, que hace que esa Cena sea única. Esto cuesta acogerlo a quienes se mueven en tesituras de competitividad y rivalidad en el devenir cotidiano, pero entonces se privan de la amistad con Jesús.

El bellísimo proyecto original de Dios sigue siendo la comunión con la humanidad. Y “el mundo todavía no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero. Lo único que se necesita para acceder es el vestido nupcial de la fe que viene por medio de la escucha de su Palabra” (DD5). Un vestido hecho a la medida de cada uno con suma paciencia, por eso no debemos tener ni un momento de descanso, sabiendo que no todos han recibido la invitación a la Cena, o que otros la han olvidado o perdido en los tortuosos caminos de la vida.

Esta mesa de la Última Cena, resplandeciente de sencillez y belleza, me evoca el conocido: “No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo” (RB 72, 11) de la Regla de San Benito. El padre de monjes y de Europa con ello nos muestra que el centro del cosmos y de la historia es Cristo. Esta centralidad de Cristo atraviesa toda su Regla y es el soplo que alienta la espiritualidad benedictino-cisterciense. Realmente esta mesa está al centro de nuestras vidas como origen y fin, como fuente y culmen de nuestro existir. Muy bien podríamos llamarla “la mesa de la amistad”.

MESA DE CRISTO, CENTRO Y BANQUETE DE AMISTAD

La luz que ilumina todo no somos nosotros, es Cristo la luz del mundo que da sentido a los acontecimientos. De esta luz estamos necesitados todos, por eso como mendigos amados podemos sentarnos cada día a la mesa de Jesús. Esta mesa salva de la orfandad en que vive la humanidad entera.

En esta mesa se oye la voz de Jesús que dijo: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15)

Los mendigos amados somos llamados amigos porque nos ha dado a conocer todo lo que ha oído al Padre. Dichosos los que tienen la primordial tarea en la vida de “escucharle”. Es así como nace una amistad y se mantiene en medio de las vicisitudes de la vida. La escucha atenta marca el camino de una amistad real con Cristo, y a esta amistad estamos llamados todos, cada uno desde el lugar donde realiza su vocación. Para ello es importante evitar la aceleración, el vivir aturdidos en mil cosas, como si fuéramos imprescindibles.

Todo lo que hacemos en la vida, incluido el trabajo, la formación, el estudio, la fraternidad…, está metido en este marco de amistad y comunicación con Dios. La amistad de Cristo, totalmente gratuita, nos da a conocer el sentido de todo desde el hablar de Dios, no desde nuestros juicios, tantas veces mezquinos e interesados.

Cierto, lo que unifica todo en cada historia, y nos hace estar y vivir en nuestro centro, es la amistad con Cristo, la plenitud de nuestra vida y de nuestra vocación.

¡Acojamos esta amistad que se nos ofrece y profundicemos más y más en ella!

La amistad no es la banalidad mundana de miles de contactos superficiales, al decir amistad nos referimos a la preferencia por el amor de una persona. Y Cristo al ofrecernos su amistad, es el primero que prefiere nuestro amor. Es más, Él pide nuestra amistad, se hace mendigo ante nosotros como ante el joven rico, la samaritana, Zaqueo, o ante Pedro al que le pregunta: “¿Me amas más que estos?” (Jn 21, 15).

En el corazón de toda vocación está esta amistad. Sin cultivarla la vocación se apaga, se vuelve estéril. El problema de nuestras comunidades y familias, -más allá de las dificultades de envejecimiento, falta de vocaciones…-, es el descuido de la amistad con Cristo, aquella amistad que inflamó a San Benito, a nuestros fundadores, a San Bernardo, a Santa Gertrudis,…Descuidamos la preferencia por el amor de Cristo, la dejamos que se enfríe, dando prioridad a otras preferencias más urgentes a nuestros ojos, y esto vacía la vocación de su alma, de su fuego. Con el tiempo, ya no quedan más que formas, estructuras, actividades, intereses y una continua murmuración.

Me parecen muy oportunas las palabras del Papa Francisco sobre la liturgia, y su deseo de revitalizar nuestro encuentro con Jesús cada día en su mesa preparada para nosotros. El amor entra por el oído, por eso primero es “escucha” y luego “amarás”. Es crucial cuidar cada día nuestra escucha de la mesa de Jesús, una cena que nos forma y conforma como hijos del Padre. Y Cristo, donándonos su amistad, crea la amistad entre los discípulos de todos los tiempos, entre nosotros también; sólo Él crea fraternidad. Cuidar la vivencia de este encuentro cada día alrededor de la mesa de Jesús, favorece el crecimiento de la comunidad como lugar en el que la amistad de Cristo sea acogida, vivida, donada y testimoniada a todo el que se acerque con hambre y sed de Dios.

¡Dichosos nosotros invitados a esta mesa cotidiana y siempre nueva! ¡Corramos a llamar a todos los hambrientos y sedientos de autenticidad, de belleza verdadera y de amistad!

¡FELIZ SOLEMNIDAD DE SAN BENITO, PATRÓN DE EUROPA!

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