LA TENTACIÓN DE LA NOSTALGIA (1)

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Es una expresión del papa Francisco en la pasada celebración de los apóstoles Pedro y Pablo. La nostalgia es un estado de ánimo que a todos nos ha invadido alguna vez en nuestra vida. Es el recuerdo triste, doloroso, a veces agridulce, de algo o de alguien que formó parte de nuestro ayer. Es un elemento integrante del inevitable baúl de los recuerdos que todos llevamos tatuados en la memoria, o en algún lugar de nuestro complejo y enrevesado cerebro. El recuerdo se contrapone al olvido. Cargamos con la mochila de nuestros recuerdos, de algunos recuerdos, que nos azoran, nos azuzan, nos zahieren aunque pretendamos inútilmente tirarlos por la borda de nuestra vida. Pero suelen ser un lastre con el que hay que caminar a pesar de todo. Recordar no es ni bueno ni malo. Depende de cómo lo hagamos, de lo que recordemos preferentemente. Hay hechos, situaciones, personas, relaciones, que son in-olvidables y están fuertemente incoados en nuestra biografía, para bien o para mal. Algunas de esas «memorias» son positivas, nos ayudan a la autoestima, a recrearnos en los plácidos tiempos y hechos del pasado. «En busca del tiempo perdido», escribió Proust. Otros recuerdos, como decía hace un momento, son nocivos, tóxicos, purulentos, y nos impiden o dificultan un presente más sano. El pasado, pasado está, es irrevocable e inamovible. El presente es el ahora, el hoy, este instante… pero no puede (¿ni debe?) prescindir del pasado, del pasado «bueno», y del «malo».

Vivir anclados en el pasado -bueno o malo- es renunciar al presente que instantáneamente se convierte en pasado para dar paso a un futuro que también es frugal. Son las jugarretas del tiempo,  del «tempus fugit», que decían los latinos. El misterio del tiempo. El ambiguo tiempo al que algunos desean regresar: «regreso al pasado», e incluso, «regreso al futuro»… aquellas dos viejas y fantásticas películas. Resituarse en el pasado que siempre está caducado, es una tentación, nos dice el Papa. La «nostalgia», pariente de la «añoranza» y de la «melancolía», conceptos similares y a la vez con matices diferenciantes, cuando se convierten en «estados de ánimo» perennes, de los que llega incluso a disfrutarse malsanamente, se convierten en psicopatología; así lo reconocía Freud. Rondan o rozan, o simplemente transmutan en «depresión psicológica» endógena, internalizada. Por eso, no es cierto el refrán (no sé si castellano) que asevera que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Es quizás, de los pocos refranes con los que no estoy de acuerdo. No es cierto, simplemente. La historia de la humanidad nos demuestra cómo fueron esos «tiempos pasados» y cuánto se ha progresado en la actualidad. Es cierto que estos «progresos» que hoy disfrutamos pueden malversarse, pueden deshumanizar más que humanizar si no se utilizan como instrumentos, medios o posibilidades abocadas al bien de la gente. Pero incluso en el recorrido de nuestra vida (siempre «pasada»), si somos honestos con nosotros mismos, encontramos recuerdos buenos, felices, y recuerdos dolorosos, tristes. ¿Podría ser de otra manera?

No es nada minoritario encontrar mucha gente que desea hacer un viaje existencial al pasado, retrotraerse a tiempos pasados y permanecer allí in aeternum. Tal vez porque suponen penurias ya superadas, problemas ya resueltos, angustias que han dejado de serlo y apenas se recuerdan. Es como una «tentación» de volver a la placidez del útero materno: temperatura ideal, alimentación adecuada, seguridad absoluta en el vientre de mamá, ausencia de retos o desafíos, de miedos y probables zozobras sin tener que afrontar el llanto de ruptura y separación que supone todo nacimiento. Es la búsqueda de un «enmimismamiento» que me evite las presuntas sorpresas desagradables de un futuro que, literalmente, «siempre se me viene encima» sin poder evitarlo; un autismo fuera de la realidad y del mismo tiempo que me absorbe. De nuevo las jugarretas del tiempo. Perpetuarse en las ideas, costumbres, hábitos, normas, rituales, incluso modas de una belle époque (que en realidad nunca existió); es una fuga llena de pavor ante lo venidero, los cambios estructurales, las «épocas de cambio», como la que estamos viviendo, sin posibilidad alguna de «un retorno al pasado», ni al perfecto ni al pluscuamperfecto.

Y Francisco lo llama «tentación» en la Iglesia. Y la describe. Porque también en el organismo vivo que es nuestra Iglesia, es decir, nosotros los creyentes, existe, y en ocasiones, con actitudes belicosas y ácidas, esa «tentación a la nostalgia… de cualquier tiempo pasado… porque siempre fue mejor».