sábado, 27 abril, 2024

LA BELLEZA ENRAIZADA EN LA BONDAD, LA VERDAD Y LA JUSTICIA

El comienzo del Evangelio de hoy me evoca estas palabras del Papa Francisco: “La belleza no es la ilusión efímera de una apariencia o de un ornamento, sino que surge de la raíz de la bondad, la verdad y la justicia, que son sus sinónimos. Pero no debemos dejar de pensar y hablar de la belleza, porque el corazón humano no sólo necesita el pan, no sólo necesita lo que garantiza su supervivencia inmediata, también necesita la cultura, lo que toca el alma, lo que acerca al ser humano a su dignidad profunda”

Estoy convencida que no estamos llamados a vivir en la fachada de la vida, sino dentro de ella y como protagonistas, involucrados en responsabilidades, y no sólo meros espectadores de lo que ocurre para juzgar y descalificar.

Pero en todos los tiempos hay algunos que se dedican a hablar del templo, de lo bellamente adornado con piedras de calidad y exvotos (Lc 21, 5), y se quedan fuera de la belleza de la vida. Jesús también hoy nos dice: “Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida” (Lc 21, 6), para que aprendamos a mirar el corazón y no las apariencias, y para que no corramos tras de honores, puestos importantes y glorias humanas que son vacío y nada.

Hay un anciano y una anciana modelos para todas las generaciones de cómo se vive alejado de fachadas y apariencias, con las lámparas encendidas, y son Simeón y Ana; los dos esperaban la venida de Dios cada día, con gran fidelidad, desde hacía largos años. Esa larga espera continuaba ocupando toda su vida, ellos frecuentaban el templo, no tenían compromisos más importantes que este: esperar al Señor y rezar. ¡Ojalá este sea nuestro mayor compromiso de cada día!

Simeón era el hombre que escuchaba piadoso, hijo del Shemá, y justo porque se ajustaba a la voluntad de Dios, aguardando el consuelo de Israel. Un hombre purificado por la experiencia de su pueblo. Este anciano sabio, como vaso sagrado había atesorado la experiencia de siglos de su pueblo. En el destierro Israel había aprendido que el templo que permanece es la comunidad convocada alrededor de la Palabra, dada a Moisés para recibir el consuelo de Dios; sólo este consuelo queda en pie de generación en generación, y Simeón -como sus padres- aprendió durante largos años a custodiar esta experiencia, y a cimentar la vida sobre la tierra de la Palabra. Distinguía bien lo eterno de lo pasajero, se dejó modelar en la historia por el Señor, y ahora era un odre preparado para recibir el consuelo de Israel, un odre preparado para ser colmado del agua de Dios.

Es importante que en el templo de nuestra vida, la Palabra esté al centro, que tengamos luz para distinguir lo superfluo de lo esencial, y aprendamos a envejecer en la Palabra, dando vueltas y más vueltas en ella, esta es la verdadera dicha del hombre. Hacer de la existencia un constante abrir pequeñas rendijas en los textos sagrados, da la posibilidad a Dios de abrir pórticos inmensos, por donde caminar buscando el rostro de Dios y ajustando el paso a su voz.

Simeón ajustó su vida al ritmo de Dios, la historia llena de contrariedades le fue haciendo pequeño, abrió rendijas en la Torah para alimentar su tiempo de aguardar el consuelo de Israel, supo esperar paciente, y unir su espera a la de otra anciana llena de luz, Ana.

Ana convirtió su historia en un templo y su vida en una liturgia. ¡Cuántas ancianas viven enfadadas, decepcionadas de todo, con la sensación de que su vida ha sido una lástima! Caminemos gozosos hoy con Ana. Ni un rescoldo de su historia es una lástima. Aguarda gozosa el día en que todo sea recreado, renaciendo a una vida nueva y no quedó defraudada. Después de una larga espera, encuentra en el templo al Mesías deseado de las naciones.

Pero antes Ana ha ido reconociendo la presencia de Dios en toda la historia, en cada rincón de su propia vida, en la alegría de la fuerza primera, en la humillación de la viudedad, en la debilidad y en la vejez, y por último ve al Ungido de Dios en el templo. En el último trozo de su vida eleva gozosa un himno de agradecimiento, ha visto a Cristo encarnado en toda su historia. Su vida finalmente es transformada en un templo donde María presenta a su hijo ante sus ojos.

Sí, una vida templada en las pruebas, aparece ante nosotros como un icono verdadero de la vida cristiana madura. Sin duda, Simeón y Ana han pasado por dificultades, y por eso han aprendido a conocer la gratuidad de Dios, a depender totalmente de Él, sin engaños de falsas prepotencias, a esperar todo de Él. No se dejaron apresar por el miedo ante las adversidades. Tienen la fuente de alimento de sus vidas dentro de sí mismos, cuyo cauce son el ayuno y la oración, a través de ellos la Palabra de Dios dada a su pueblo ha anidado en su interior.

Contemplemos la belleza que hay en el interior del templo de cada historia y de cada persona, de cada uno de nosotros, dejémonos alcanzar por el Evangelio, y vivamos dentro del templo de la vida y no en las fachadas y apariencias.

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