LA ADORACIÓN, ESCUELA DE FE, DE HUMILDAD Y ESCUELA DE LOS OJOS

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4.- ESCUELA DE CRECIMIENTO EN LA FE

Adorar es una escuela de fe porque nos enseña a poner al centro de la vida a Jesús, que nos hace presente la victoria del amor sobre el odio, que es el misterio pascual, centro vertebral de nuestra fe.

El mal no tiene más fuerza que el Amor de Dios y su paciencia. Esta es la Buena Noticia que contiene el Pan que adoramos.

Adorar a Dios en el pan eucarístico propicia el crecimiento en la fe, el dejarnos formar y transformar continuamente, y posibilita dejar de ser “un aficionado” en la fe, que deja fuera a Dios de la vida, para que su luz no afecte a la jornada diaria. Dejamos de ser principiantes en la vida de fe al hacer de la adoración, no una mera “conversación” con Dios o sobre Él, sino un encuentro personal que provoca una conversión, un cambio de nuestros criterios y mentalidades. En el encuentro con Jesús- Eucaristía se nos va cambiando la mente y el corazón.

Y el encuentro con este JESÚS-PACIENTE, en el culto eucarístico, nos da paciencia en las dificultades y en los procesos lentos de la vida.

5.- ESCUELA DE HUMILDAD GOZOSA

Así mismo, la adoración es escuela de humildad gozosa, algo que no está de moda. La humildad es la tierra privilegiada para vivir arrodillados. Por humildad entiendo el sabernos y reconocernos pequeños, en manos de un amor gigante -el de Dios-, que continuamente nos llama a vivir.

La vida no la fabrico yo, es un regalo recibido de la bondad de Dios. En este sentido, adorar es un acto de justicia, porque es reconocer la verdad, que yo soy criatura y Dios es el Creador, que está enamorado de su creación y de mí, y que vino al mundo para mostrarnos a todos su amor, no para condenar.

6.- ESCUELA DE LOS OJOS

También, la adoración es escuela de los ojos, de nuestra mirada. Aprendemos a ver detrás del pan material a Cristo, realmente presente.

Él nos dice de nuevo hoy: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen” (Mt 13, 16), y estas palabras son verdaderas, estos ojos felices, capaces de mirar detrás de la hojarasca de la historia y los acontecimientos, capaces de ver el mensaje de Dios en el sencillo acontecer de cada día, se nos da en la adoración. Así como en la lectio divina, tras el texto, aprendemos a escuchar el mensaje de Dios, que nos dirige en concreto a nosotras, nos habla de amistad y nos moviliza a seguirle entregándonos, en la adoración es instruido nuestro mirar.

En nuestro adorar no perdemos de vista la grandeza de Dios, nuestro Creador, que nos recrea cada día. Y Él no pierde de vista nuestra pequeñez, para amarla y engrandecerla, haciéndonos crecer en humanidad y en cercanía a todos. Sentirnos vistos, es sentirnos queridos.

En la adoración Dios no tiene prisas, se detiene a mirarnos. Esta mirada de Dios nos educa, y nos enseña a no ojear la vida y las personas. Nos ejercita en detener nuestros ojos, y acoger los destellos de Dios en nuestras obligaciones diarias y en nuestras relaciones cotidianas.

En la adoración cesan las palabras, para dejar resonar en el corazón el eco de la vida, de lo que estamos viviendo, e ir asimilando las experiencias en nuestro caminar, haciéndose más consciente de dónde vengo y a dónde voy. Adorar me convierte en peregrino, para dejar de ser un vagabundo sin rumbo en este mundo.

Incluso aprendemos a “sacar lo bello de lo vil” (Jr 15, 19a), como indicó Dios al profeta Jeremías, sin quedarnos con los ojos fijos en lo adverso, las dificultades, los lamentos, así somos “boca de Dios” (Jr 15, 19b).

Seguiremos en una última parte de la adoración como escuela.