LA MUERTE ES… SILENCIOSA

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(L. A. Gonzalo Díez). La formación recibida en la vida consagrada es, en conjunto, aceptable. Los carismas en vertiente más sociológica han pretendido y logrado crear sistemas en los cuales mediante un ritmo común cada persona aprendiese a ser, responder y situarse. Así, cada quien ha asumido orar, responder, colaborar, aceptar tunos y compartir medios y espacios comunes. Ha sido, sin embargo, muy deficitaria en claves de auto-construcción personal, integración afectiva, auto-percepción, amor propio y dignidad. No ha faltado buena voluntad, pero sí visión y quizá valentía. Lo cierto es que se ha instalado un estilo marcado claramente por el silencio y el misterio, la vida privada y el dejar pasar.

Así las cosas es muy difícil que un grupo humano que quiera ser comunidad aborde las situaciones reales donde la vida se cuestiona, muere o crece. Más bien se refugia en un silencio que todo lo ampare con la esperanza de que el paso del tiempo ponga las cosas en su sitio. Vamos comprobando que este estilo no solo no sirve, sino que es letal. Tiene manifestaciones muy expresivas. Por ejemplo la insatisfacción no tan residual que se guarda para conversaciones muy privadas sin jamás asomarse en un espacio comunitario; o el silencio ante las derivas de injusticia que un grupo humano –­que no llega a ser comunidad­­­– sostiene, en cuanto a acepción de personas, privilegios no repartidos, verdades a medias, o incapacidad para un discernimiento y sus consecuencias.

Se manifiesta ese silencio letal en la ausencia de corrección fraterna como estímulo o acompañamiento; en la carencia de complicidad en la misión; en la soledad o en la reducción de lo comunitario a lo estrictamente obligatorio. Se puede ver ese silencio de muerte comunitaria en las derivas personales en caída cuando se sostienen actitudes de aislamiento –buscado o propiciado–, en la queja sistemática, en la visión parcial de la comunidad (sea local, provincial o general) entre aceptables e indeseables…

A todas estas situaciones, un hombre o mujer que en este siglo quiera ser consagrado, debería no solo ponerle letra, sino alzar la voz. Comprometer su vida y popularidad, porque reivindica algo que le pertenece y necesita para ser feliz en el seguimiento de Jesús. En su seguimiento. Por el contrario, a todo esto renuncia quien guarda silencio y teme que su voz de protesta sea solo algo infundado que nace de la inmadurez. A esto renuncian quienes tienen el servicio de liderazgo porque, aunque se den cuenta de la situación, están paralizados y buscan sin descanso terapias que sin tocar la herida, sanen la hemorragia. Hablan y hablan del amor en texto sin ofrecerlo en contexto.

Sin embargo, el peligro es que en estos y en quienes nos hemos instalado en el silencio no aparece la bienaventuranza, solo la resignación de que pase el tiempo… Y efectivamente va pasando, se va llevando la esperanza y lo hace en silencio, poco a poco, como la muerte. Así hasta que se nos olvide que la vida consagrada, la comunión para la misión o está viva y se acerca a la protesta evangélica o lentamente muere… Eso sí, en silencio.