Estamos en Pascua. El Resucitado restaura las convicciones quebradas y los lazos rotos. De la traición, la dispersión y el desencanto, los discípulos pasan a la amistad renovada, la unidad rehecha y la misión entusiasta.
La Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada ha puesto este año el acento en la comunión y la fraternidad como dos tareas todavía pendientes. Vistas las cosas por encima, pareciera que siempre estamos hablando de lo mismo. Puede que sea así. Las personas consagradas nos pasamos la vida dando vueltas a la consagración, la comunión y la misión, los tres núcleos en torno a los cuales pivota este particular estilo de vida cristiana.
Hace casi treinta años, en la exhortación Vita consecrata, san Juan Pablo II les puso nombres más eufónicos: confessio Trinitatis, signum fraternitatis y servitium caritatis. Como se nos recuerda en el artículo de la sección Reflexión, en torno a estos núcleos se han ido elaborando diferentes teologías de la vida consagrada.
El tiempo no pasa en balde. Tanto las personas como las comunidades y los contextos cambiamos. No vivimos del mismo modo la fraternidad religiosa a mediados de los años 90 del siglo pasado que en la actualidad.
Hoy, por lo general, las comunidades religiosas en Europa y América son más pequeñas, más envejecidas, más sobrecargadas, más interculturales y puede que hasta un poco más individualistas. Por eso, los consagrados necesitamos preguntarnos una y otra vez por qué vivimos juntos, cómo podemos mejorar la vivencia de la fraternidad y hacer de ella el primer signo evangelizador en un contexto en el que la gente se fía más de los hechos que de las palabras.
Es verdad que la comunión es ante todo un don que surge cuando compartimos la misma fe en Jesucristo, muerto y resucitado, cuando contamos “lo que hemos visto y oído” acerca de la Palabra de vida (cf. 1Jn 1,1-4). Pero también es verdad que el don, para dar fruto, debe convertirse en tarea cotidiana. De hecho, en la jerga de los consagrados, usamos a menudo la expresión “hacer comunidad” para referirnos al esfuerzo cotidiano por tejer lazos, cuidarnos unos a otros, orar, trabajar, sufrir y disfrutar juntos. A veces, sin embargo, usando las mismas palabras, no siempre queremos decir lo mismo.
Para algunos, hacer comunidad significa recuperar la observancia de ritmos de vida comunes en tiempos en los que la agenda personal prevalece sobre la comunitaria. Para otros, hacer comunidad pasa, sobre todo, por cualificar los tiempos de diálogo, oración y entretenimiento.
No faltan quienes insisten en la necesidad de la presencia física, tan devaluada en tiempos del distanciamiento social provocado por la pandemia. Es difícil ser hombres y mujeres fraternos sin estar en la comunidad. Más allá de las diversas sensibilidades y acentos, percibimos que, cuando se devalúa la comunión, la vida consagrada se desfigura y la misión pierde su mejor signo de credibilidad. En medio de nuestras inconsistencias y fragilidades, seguimos convencidos de que necesitamos “ser uno para que el mundo crea”.
Aunque las reglas y constituciones de nuestros institutos ofrecen orientaciones y normas muy prácticas para “hacer comunidad”, lo esencial es caer en la cuenta de que Jesús nos ha llamado a “estar con Él” y a “estar con otros”, que toda vocación es con-vocación para la misión de anunciar el Evangelio. Y que, por tanto, cualquier deriva egocéntrica e individualista diluye el sentido del seguimiento y de la misión, aunque nos asegure esa confortable privacidad que hoy tanto se valora en la sociedad del yo.
La Pascua nos recuerda que la alegría verdadera es fruto de la comunión que el Resucitado establece cuando se encuentra con los suyos y les devuelve la confianza de que juntos son más libres y felices. ¡Y, además, evangelizan mejor! Siempre estamos aprendiendo el arte de “hacer comunidad”.