Hace ahora dos años escribía un artículo en Vida Nueva ( 2.755) sobre el movimiento de los indignados. Reflejaba entonces, esa mezcla de admiración, sorpresa e inquietud que uno tiene ante lo nuevo. Decía lo siguiente:
«Después de la indignación viene… ¿Qué viene? Sociólogos y politólogos no acaban de concluir. ¡Es un fenómeno tan reciente! Está pasando y, mientras pasa, poco lugar para unir a la contemplación la interpretación.
No es un fenómeno baladí. Que hay indignación, es evidente; que hay buenas razones para ella, palpable. Las formas, el tiempo y la argumentación… siempre discutible. No todos los que se concentran tienen en mente el texto de Hessel, ni mucho menos. No conocen la letra, pero sí bailan perfectamente la música… Y es una música que los no tan indignados tenemos que escuchar.
De momento, solo hay preguntas ante un hecho cierto: las cosas no van bien. Muchos preferimos como respuesta el silencio y el orden establecido. Hay jóvenes y no tan jóvenes, sin embargo, que ya empiezan a decir ¡basta! Es la crisis de la socialización, aquella que traía tantas cosas buenas, pero que se ha quedado en muchas cosas buenas para unos pocos.
La base intelectual de estas concentraciones y el manifiesto al que podemos agarrarnos quienes, de momento, observamos, es fácilmente asumible por todos. Una mirada sensata, por poco coherente que sea, reconoce que no hay igualdad, que está cuestionado el futuro para los más jóvenes, que lo que se vende como ayuda social es solo humo. No digamos, si la mirada es evangélica. Entonces, no hay duda, necesitamos indignarnos.
Todo evangelizador puede preguntarse: ¿A qué convocamos y con qué respuesta? ¿Dónde tenemos puesta la “tienda” de la evangelización? ¿Estamos indignados, acomodados o perplejos? ¿Cuál es el mensaje para quienes harán el siglo XXI?
Postdata: El amor, como la esperanza y la indignación, exige escucha y respeto. Quien lo orqueste o manipule para sus intereses, sencillamente, es indigno».
Hasta aquí lo que hace exactamente 730 días pensaba. Hoy descubro que sigo pensando igual pero desgraciadamente no me he movido. Sigo disfrutando del espectáculo desde la barrera. No ha calado la indignación en mi forma de creer, compartir y vivir. Es más, he descubierto que hay una literatura efímera (lo que a diario se escribe) que ha encontrado «veta» en el asunto para hablar sobre ello, establecer polémicas o afinidades, pero sin compromiso alguno. Esta cuestión, ahora que estamos en el aniversario y en un contexto global que nos sigue anunciando que no se proporcionan respuestas, me lleva a preguntarme por la capacidad que tenemos los humanos para el compromiso y la fidelidad.
Si además lo llevamos a nuestras fronteras de vida religiosa, es todavía más preocupante. La clave de la misión, que es la que tiene que iluminar y definir las decisiones está, como ocurtre con las líneas telefónicas, ocupada y reorganizada. Está entre paréntesis porque lo urgente es la supervivencia de las estructuras y los programas; los proyectos y acuerdos… Mientras tanto, la gente joven (objetivo prioritario de nuestra misión) está indignada y sin futuro. Creo que nos cuesta entender que sin entender (valga la dedundancia) la situación, nuestra misión no es misión, sino ocupación del tiempo sin sobresaltos.
Una situación como la actual nos obliga a los religiosos a cuestionar de manera real tantas seguridades que disfrutamos, a romper el corazón y convertirnos en respuesta. En este momento, si queremos tener vida, nuestra misión es acompañar la indignación en el tránsito hacia el compromiso y la responsabilidad. Pero tenemos que ir por delante. Después de la indignación viene una vida religiosa empeñada en trasparentar que la fraternidad es posible.