Hemos escuchado muchas veces la parábola de los talentos (Mat. 25). Una parábola que nos sacude cada vez que la escuchamos, pues es una pregunta abierta a nuestra forma de responder a la vida, a los demás, a Dios.
La parábola nos cuenta cómo un hombre reúne a sus tres empleados antes de irse de viaje y les hace un encargo. Algunos estudiosos como Philip Kay (2014), han hecho cálculos comparativos y valoran que un talento de plata equivaldría a 6.000 denarios, y cada denario correspondería al salario diario de un jornalero, que en España podría rondar los 50 euros diarios. Por lo tanto, un talento podría equivaler a los que hoy son 300.000 euros. El hombre deja a cada empleado unos bienes. A uno le deja 1.500.000 euros, a otro 600.000 euros y a otro 300.000 euros.
El que recibió 1.500.000 euros, negoció con ellos, y ganó otros 1.500.000. Obtuvo al final 3.000.000 euros. El de 600.000 euros, dobló también su cantidad hasta obtener 1.200.000 euros. Los dos asumieron un riesgo, apostaron en la vida y recibieron una recompensa. En cierta manera, sabían que su Señor esperaba de ellos, se sentían confiados y por eso arriesgaron, y no fueron defraudados.
¿Os suena aquello que al que arriesga, recibirá el “ciento por uno”? Los dos arriesgaron y se implicaron en los proyectos de su Señor. Los dos fueron invitados al “banquete de su Señor”.
El tercer empleado recibe la menor cantidad, 300.000 euros, pero tiene miedo. Decide enterrarlo y rezar para que su Señor llegue pronto y nada le pase al dinero recibido. Este empleado no siente confianza, sino miedo. No se atreve a arriesgar, está agarrotado. Se dedica a enterrar su talento y ver la vida pasar. No se implica en los proyectos de su señor. Ese miedo es el que lo lleva a actuar buscando su propia seguridad. Él mismo lo explica bien: “Tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra”.
¿Cuántas veces nos pasa con a este tercer empleado? Miedosos, perezosos,… haciendo lo justo, sin motivación, bajo la ley del mínimo esfuerzo, sin arriesgar un ápice,… y así nos luce el pelo.
En nuestra sociedad y en la Iglesia vivimos dinámicas parecidas. Podemos vivir desde la confianza o desde el miedo. Desde el arriesgar en nuestra vida, confiando en el Señor; o viviendo solo atado a mis fuerzas limitadas, queriendo llevar el peso de la carga yo solo, miedoso y anquilosado en el pasado, sin darnos cuenta de que el vino nuevo, necesita de odres nuevos.
Vivimos un tiempo en nuestro mundo y en la Iglesia que el miedo puede paralizarnos, y ante la polarización política, los conflictos en aumento, la secularización o las crisis de vocaciones, estemos tentados a hacer como el tercer empleado, meter nuestra cabeza debajo de la tierra, repitiendo las mismas respuestas que nos llevan a callejones sin salida. El mismo miedo que nos lleva a construir muros, a desconfiar, a dar la espalda, a vivir aislados y que nos convierte en seres estériles, incapaces de dar fruto.
Por el contrario, hoy más que nunca somos llamados a recibir esos talentos como una bendición que no se agotan en nosotros mismos, que nos mueven a dar gratis lo que gratis hemos recibido, para que llegue y transforme a más personas. Somos llamados en este tiempo a estar cerca de Jesús, a salir a la calle, a arriesgar, a ser audaces, aunque a veces metamos la pata. Un tiempo para vivir la sinodalidad, para caminar en comunidad, para no sentirnos solos.
La Biblia está repleta de testimonios y testigos que se fiaron de Dios, que confiaron y no fueron defraudados, pese a su debilidad.
Moisés, un hombre inseguro y tartamudo, fue llamado a liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto y llevarlo a la tierra prometida. Rut, una mujer extranjera, viuda y pobre, es fiel y sacrifica su vida y se convierte en una figura de referencia en la Historia de Salvación. David, que era el hermano menor, del que nadie esperaba nada, joven, falto de experiencia, fue elegido por Dios para ser rey de Israel. María, una jovencita insegura, pueblerina, desposada, recibió la vocación de ser la madre de Jesús. Pedro, un hombre simple y rudo, sin formación, testarudo, que negó a Jesús, recibió la misión de ser el líder de la Iglesia naciente. Ya en nuestro tiempo, Monseñor Romero y Rutilio Grande, son hombres débiles física y mentalmente, con fuertes depresiones, reciben la llamada a liberar a su pueblo, mueren mártires y se convierten en dos figuras referentes de esperanza y resurrección.
Por lo tanto, recordemos. No estamos solos. Dios está a nuestro lado, aunque a veces nos veamos sin fuerzas, tartamudos, inseguros, deprimidos,… Dios está a nuestro lado, camina con nosotros. A su lado, podremos decir con nuestras propias palabras: “Pues, cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 12, 10)
Si confiamos y salimos a la calle y nos arriesgamos, nos encontraremos con otras hermanas y hermanos, viviremos liberados, en búsqueda, pero sin el miedo que nos atenaza. Allí seremos capaces de invertir nuestro talento: dar gratis lo que gratis hemos recibido.