Ya en 1988 el Cardenal W. Kasper, entonces obispo de Toltenburg-Stuttgart, escribió a su diócesis: «los derechos humanos constituyen, hoy en día, un nuevo ethos mundial», y esto se expresó incluso antes de la «declaración» de 1989 que decía (art. 2) que «el propósito de toda agregación social es la preservación de los derechos naturales y esenciales del hombre» porque no perjudican a los del conjunto. El documento de la comisión pontificia Iustitia et pax, titulado «La Iglesia y los derechos humanos» (2011), también se sitúa en esta línea. Al definir esta «inversión» como un signo de los tiempos, queremos decir que esto no viene del espíritu de los tiempos, es decir, del mundo, sino de Quien guía la historia. Evidentemente, este cambio es un hecho sin precedentes en la Iglesia, que durante siglos tuvo dificultades para reconocer los derechos humanos al me-nos hasta mediados del siglo XX.
Esta nueva concepción de la identidad individual lleva al descubrimiento del ideal de fidelidad a la propia forma de ser, no como algo secundario, de manera que las instituciones que no sintonicen con esta visión difícilmente serán atractivas.
Precisamente desde la conciencia de que la identidad del discipulado hoy no viene del pasado sino del futuro, que comienza en Cristo (n.12), las personas consagradas están obligadas a hacerse preguntas sobre el significado de su identidad y su futuro, porque en la identidad está la necesidad inherente de dinamismo y evolución. Se puede deducir entonces que si la vida religiosa se descubre hoy «atascada» es porque no se ha desafiado a sí misma a ser parte viva de las grandes transformaciones que el continente está experimentando.
Debemos redescubrir como rasgo principal, para nosotros, ser nómadas y buscadores porque únicamente seremos fieles a la eternidad cuando lo seamos al tiempo.