sábado, 20 abril, 2024

LA PALABRA CONFINADA (2)

Los avatares de la traducción de la Biblia al castellano es realmente peculiar. Se remonta a los tiempos de Alfonso X el Sabio, pero siempre de forma parcial, textos breves o seleccionados, generalmente realizados por judíos españoles. Es en el siglo XVI cuando encontramos un cierto auge de las traducciones a la nueva lengua romance. Sobresale la traducción completa de Casiodoro de Reina, luterano. Es la Biblia por excelencia de judíos y posteriormente de luteranos. Y de algunos católicos osados, habida cuenta de que era, prácticamente, la única versión completa. Es la conocida como “Reina-Varela”. Las primeras traducciones realizadas por católicos no tienen lugar hasta finales del siglo XVIII y comienzos del XIX,  realizadas a partir de la Vulgata latina, no de los textos originales. Algunas se siguen editando, aunque su valor es más bien histórico y simbólico.

Es llamativo, por no decir “escandaloso”, que las dos primera Biblias en el ámbito católico, traducidas directamente de las lenguas originales, no vieron la luz hasta bien entrado el pasado siglo XX. Se trata de la “Nácar-Colunga” (Madrid, BAC, 1943), realizada por dos salmantinos de adopción: el dominico Alberto Colunga y el canónigo Eloíno Nácar. Fue prácticamente “la primera” Biblia completa traducida de las versiones originales al castellano. Se han publicado más de siete millones de ejemplares, con amplias notas.

La segunda traducción a nuestro roman paladino, es casi contemporánea a la Nácar-Colunga. Esta vez se debe al jesuita Bover y al hebraísta Cantera, la conocida como“Bover-Cantera” (Madrid, BAC, 1947); traducción más literal que la anterior, con notas más eruditas. Baste este sencillo esbozo histórico de una historia más bien triste y lamentable que mantuvo ayunos de la Palabra de Dios a los hispanoparlantes durante casi veinte siglos y que trajo funestas consecuencias para nuestra fe. Resulta algo inaudito, explicable por las consecuencias obvias de la Reforma luterana y su “libre interpretación” de la Biblia, pero también por ese secuestro secular de las autoridades y jerarquías católicas durante tanto tiempo. El miedo a que se conocieran ciertos textos bíblicos, el afán de acaparar la “sabiduría bíblica” (y su poder), y el total desprecio a los laicos, considerados ignorantes o poco dignos de tener acceso directo a la Palabra de Dios, pueden explicar esta felonía histórica perpetrada hasta antes de ayer. Puedo decir que yo, nacido en 1945, soy “contemporáneo” de las dos primeras traducciones fidedignas de la Biblia. ¿Y antes de mí?

La Palabra de Dios estuvo “confinada” en los muros impenetrables de monasterios, catedrales, conventos, bibliotecas, prohibidos a los cristianos hispanos. Y reservada a mentes que la interpretaban a su libre albedrío, en ocasiones muy espurio e interesado.

El Concilio Vaticano II fue como el final de un “Estado de alarma bíblico” excesivamente cruel y dañino durante siglos. A partir de entonces se publican infinidad de Nuevos Testamentos y se funda la decisiva “Casa de la Biblia” que promociona un movimiento de conocimiento popular y generalizado de la Palabra de Dios en España y los países latinoamericanos. Varias editoriales asumen la tarea, Sígueme, Atenas, PPC, Verbo Divino, Paulinas…, y surgen Biblias y numerosos comentarios de gran importancia y conocimiento exegético. La Biblia de Jerusalén, (a partir de 1967); la Nueva Biblia Española (1975) dirigida por Schökel y Mateos; la Biblia del Peregrino (1993), la Biblia para la iniciación cristiana (1977), y otras más, todas poniendo el punto de interés en distintos aspectos o destinatarios, que las complementan y enriquecen mutuamente.

Si esta justa e imprescindible resurrección de la Biblia tiene un alcance descomunal, que quizás no hemos valorado suficientemente, hay que añadir los grandes esfuerzos por la profusión de la Palabra en nuestras comunidades, movimientos y parroquias. El proyecto sencillo pero muy pedagógico de crear grupos de Lectura creyente del Evangelio, especie de “lectio divina”, en muchas parroquias, en los albores de la última década del siglo pasado, supuso un intento exitoso de dar a conocer la Biblia a la gente de nuestras comunidades.

Pero enseguida vienen los peros: ¿hasta qué punto ha llegado el interés bíblico en nuestras comunidades? ¿cuántos cristianos leen y meditan la Palabra de Dios con asiduidad? ¿qué lugar ocupa en su espiritualidad y vida cristiana? ¿se continúa buscando nuevos caminos para extender el conocimiento y la fuerza de oración propia de la Palabra? ¿se entienden las lecturas que se proclaman en nuestras eucaristías? ¿cómo son nuestras homilías?  Y muchas preguntas más, tan preocupantes como las anteriores. Pero también esto merece más reflexión en otro momento.

 

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