sábado, 27 julio, 2024

DE RAMOS A PASCUA

El rico refranero castellano recoge esta expresión: «De Pascua(s) a Ramos», indicándonos un tiempo amplio, impreciso, casi perdido en la infinidad temporal. Pero la Semana Santa, a la vuelta de la esquina, nos dice, más bien: peregrinamos «de Ramos a Pascua», justamente lo contrario. ¿Será un desliz, o un «error» del viejo refrán? Siempre me ha llamado la atención que, litúrgicamente, el Domingo de Ramos lo sea cada año «en la Pasión del Señor». Incluso, ese domingo, la liturgia nos ofrece dos evangelios: uno más breve narrando la «entrada triunfal de Jesús en Jerusalén», según las versiones de los tres sinópticos, y otro, más largo y denso: la proclamación solemne de la lectura de la Pasión según San Juan. ¿Por que escuchamos la pasión del Señor el domingo de ramos, cuando, unos días después nos encontraremos  en el Triduo Pascual, especialmente en el Viernes Santo, con la proclamación central de la Pasión del Señor según los tres sinópticos (este año «según San Lucas»)? Parece como un contrasentido: celebramos un triunfo, una fiesta cargada de hosannas y aleluyas, bendiciendo a quien «viene en Nombre del Señor», y «a la vez», escuchamos su tormento y su fracaso en la Cruz. Como que los ramos se hubieran enredado y se hubieran convertido en cruz, como si las sencillas, verdes y hermosas ramas de olivo o de laurel, anunciaron una tosca cruz ennegrecida y erguida en lo alto de una peña llena de malas yerbas y arbustos secos. ¿Muerte o vida? ¿Ramos o Cruz?

Siempre el Misterio: se entreveran la vida y la muerte. Ni siquiera ese domingo triunfal de Jesús está exento de pronósticos y vaticinios horripilantes. Como si ni siquiera un día, Jesús hubiera podido disfrutar de la gloria antes de su muerte, del triunfo, de la alegría de un  pueblo manipulable e ingenuo que este domingo le aclama y apenas unos días después grita «que caiga su sangre sobre nuestros hijos; crucifícalo, crucifícalo…»  Poco a poco voy comprendiendo esa aparente contradicción entre el domingo del triunfo y el viernes de la derrota. Van juntos, simplemente. Dios está en la vida, en el amor, en la primavera esperanzadora, pero está siempre, «también», en el dolor, el sufrimiento, la tortura, la dictadura, las guerras, las epidemias, la orfandad, el suicidio, la tristeza, las separaciones, la muerte. Dios recorre, porque vive, todo el espectro de las emociones y las situaciones humanas. Es una blasfemia pensar que el Dios bondadoso abandonó a su Hijo en la Cruz, (aunque Jesús se lo preguntara en su momento crucial -que viene de «cruz»). Dios estuvo en el Gólgota, como estuvo en Auschwitz, o en Bucha, o en los emigrantes que recorren la vía de la muerte huyendo hacia un espejismo de paraíso terrenal. Dios no está sólo en la vida, lo está también en la muerte, en el momento de la muerte de todo lo que vive, en el momento de mi muerte cuando llegue el día desconocido. Sí, caminaremos y celebraremos el camino de Ramos a Pascua, como nos marca la liturgia. Pero no caminaremos a tientas, hacia ninguna parte, sin mapa, ni «blutú», ni una antigua brújula. No caminaremos hacia lo absurdo y tenebroso, hacia la desaparición absoluta e irreversible de nuestro viernes santo inevitable. La Pascua es el destino. Por eso celebraremos el trecho simbólico «de Ramos a Pascua». Pero -como no podía ser de otro modo- el anónimo y antiguo refrán castellano lleva razón: «viviremos desde la Pascua… hasta Ramos», «de Pascua(s) a Ramos», hasta el instante inconcebible de la eternidad, «nuestra Pascua inmoladas»: ya sin viernes santo de por medio, ni siquiera con domingo de ramos en el dolor y la muerte, sino en la Vida. Porque toda incertidumbre, dolor, sufrimiento, duda, enfermedad, cuando son «asumidas» como ramas verdes y leño seco a la vez, son signo inconfundible de Vida.

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