Contra la polarización, narración y conversación

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Bajan revueltas las aguas eclesiales. La declaración Fiducia supplicans sobre el sentido pastoral de las bendiciones ha abierto un nuevo debate que va más allá de la sana argumentación teológica y pastoral. Ha polarizado todavía más las posturas. Es probable que algunas personas consagradas asistan con perplejidad al fuego cruzado que en las últimas semanas se ha visto en las redes sociales y otros medios. En las filas de la vida consagrada hay teólogos y teólogas excelentes que pueden ayudar a calmar la tensión con reflexiones sensatas y bien fundamentadas. Pero, además, si algo puede aportar la vida consagrada en momentos como estos es una actitud templada, fruto de una larga trayectoria histórica en la que hemos aprendido a dialogar y debatir sin condenarnos mutuamente.

No conviene dar demasiada importancia a las pequeñas historias con las que confeccionamos el día a día, aunque vengan revestidas de mucha trascendencia. Estamos llamados a ser, más bien, testigos de la gran narración de Jesús y su Evangelio que atraviesa todos los tiempos.

En su libro La crisis de la narración, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han viene a decir que en la sociedad de la información las historias (cortas, editadas e impactantes) que se suben a las redes sociales han sustituido a la verdadera narración (larga, articulada y dadora de sentido) que se lee y se escucha. Prisioneros de los momentos atomizados de nuestro día a día, cada vez nos resulta más difícil narrar con calma y profundidad lo que sostiene nuestras vidas. En la sociedad digital y acelerada en la que vivimos hemos sustituido la capacidad de escuchar por la necesidad de entretener, llamar la atención y también provocar. Sin paciencia y escucha atenta no hay verdadera narración. Y sin narración no sabemos de dónde venimos, dónde estamos y adónde vamos. Desconectados de un pasado que consideramos superado y recelosos de un futuro incierto, estamos condenados a vivir un presente confuso, efímero y a menudo muy polarizado. Se multiplican los indicadores en el terreno político y en el eclesial. Necesitamos lucidez y templanza, dos virtudes a la baja que forman parte de nuestro acervo carismático.

Para no hacer de las normales polaridades de la vida consagrada (persona-comunidad, acción-contemplación, tradición-progreso, libertad-obediencia, etc.) dilemas irreconciliables, estamos llamados a practicar el arte de la conversación, no solo a multiplicar las reuniones funcionales o las charlas insustanciales. La sesión del Sínodo de los Obispos del pasado mes de octubre nos familiarizó todavía más con el método de las conversaciones espirituales. Con distintos nombres y metodologías, los institutos de vida consagrada llevamos mucho tiempo practicando este arte. Ahora, en sintonía inteligente y cordial con la Iglesia, podemos realizarlo mejor y practicarlo con más asiduidad.

Las comunidades que conversan se previenen contra el riesgo de la polarización porque todos sus miembros se ponen a la escucha del Espíritu y aprenden a discernir evitando prejuicios, ideologías excluyentes, etc. Resulta triste que, disponiendo de este instrumento de discernimiento tan sencillo y poderoso, nos abandonemos también nosotros a la ceremonia de la confusión. Por desgracia, no faltan religiosos y religiosas que prefieren atizar el fuego de la confrontación con posturas extremistas y actitudes beligerantes.

Solo a través de una conversación libre, madura y espiritual, podemos recuperar y compartir la gran narración de lo que somos, las historias que fundamentan esta particular forma de vida en la Iglesia. Esto nos salva de las historias efímeras, de los episodios inconexos.