CATASTROFISMO EN LA IGLESIA

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Que nuestra Iglesia sufre una profunda crisis, no parece que pueda negarlo ya nadie. Es un comentario triste, desolador, entre muchos agentes pastorales, sacerdotes y religiosos, cristianos «de a pie», preocupados por su Iglesia. Pero, ¿las crisis son negativas en sí mismas? Creo recordar que la palabra «crisis» proviene del verbo griego «krinein», que literalmente debe traducirse por «juzgar, analizar, para tomar una decisión posterior». Una crisis sería pues un proceso para juzgar la realidad, escrutarla, y transformarla a través de decisiones. Una «crisis» no puede ser una «confrontación», ni una situación anómala sin solución, sin salida… una especie de enfermedad abocada a la muerte. Por eso, las crisis pueden ser saludables y necesarias si saben afrontarse, tratarse, y desembocarlas en nuevas situaciones más optimistas, más fecundas, más enriquecedoras. A pesar de nuestro innato «miedo al cambio».

Pero no todos entienden así la «crisis de la Iglesia». La interpretan como un sonado fracaso del Concilio Vaticano II, como una ruptura total con el Evangelio, con la Tradición de la Iglesia, fruto inevitable de cambios intraeclesiales erráticos y espurios, suscitados, en el fondo, «para destruir la Iglesia»… y perpetrado por sus enemigos de siempre, incluso infiltrados como cristianos en la Iglesia.  Por supuesto, la Iglesia que conocimos antes del Concilio, la Iglesia que en España -y en buena parte del mundo occidental- gozaba de un estatus de poder, de notoriedad, de «confianza» por parte de la gran mayoría, a veces en connivencia con muchos gobiernos dictatoriales y anti-humanos. Una Iglesia muy inculturada en las pautas de convivencia construidas y alimentadas durante siglos… ¡desde el Edicto de Milán en el siglo IV, posiblemente!. Una Iglesia triunfalista, verdad única e irrebatible, la «Iglesia de Jerusalén» más que la «Iglesia de Nazaret».

Pero lo que más me preocupa y me duele, por profundamente ilegítimo e ignorante, es una especie de «tufillo», subliminal casi, disimulado o no tanto, en los grupos ultraconservadores que se regodean en airear y disfrutar con los presuntos «errores, pecados, sacrilegios y hasta herejías» de la Iglesia actual. Por supuesto, quien se lleva el principal sanbenito no es otro que el papa Francisco, el imprevisto cardenal Bergoglio, jesuita, latinoamericano, sencillo y «normal». Esto no lo soportan: un Papa debe vivir en los regios aposentos pontificios, debe usar zapatos rotos y vestirse de oropel en las grandes ceremonias que tanto contribuyen a la economía vaticana y mundial. Tengo la sensación, de que estos «profetas de mal agüero» como los llamó  San Juan XXIII, se complacen y disfrutan cuando salta a las redes «un nuevo escándalo», cuando se marchan unas religiosas o religiosos de una ciudad determinada, cuando los seminarios se vacían y los templos languidecen, cuando la Plaza de San Pedro no se atiborra de turistas con móvil en ristre, o Francisco dice sus «franciscadas» en un avión de regreso de un país del Tercer Mundo o de un territorio conflictivo o en guerra, o cuando nombra cardenales a africanos, asiáticos o latinoamericanos «que ni son conocidos» ni tienen título de doctor por la Universidad Gregoriana de Roma, o cuando salta a la palestra «con eso de la sinodalidad» (que por lo visto es una nueva ocurrencia populista del argentino «comunista»). Cuando fallece algún viejo teólogo, un sacerdote o un obispo, artífice o complaciente con el Vaticano II, se alegran con malicia ante la muerte de un ser humano, si es posible le sacan lo que ellos creen sus «trapos sucios» (siempre «argumentos ad hominem»), y terminan diciendo: «¡ya quedan menos!». Eran «malos», que están perdiendo la partida y se van al infierno. Eso: «mientras peor, mejor», mientras más «crisis», errores o pecados salgan a la luz, primero retornaremos a la «Iglesia de siempre», la de nuestra infancia, la de las procesiones interminables, los templos concurridos y los seminarios repletos. Es el catastrofismo deseado, buscado, que «les da la razón» aunque sea a costa del mismo sufrimiento de todo el Cuerpo  eclesial. No buscan soluciones, caminos nuevos, diálogo, no hay esperanza, el Espíritu Santo fue asesinado en el Vaticano II; hemos perdido el poder, el prestigio y las influencias. «Retornemos», pero no a las fuentes del Evangelio de Jesús, sino a la Iglesia triunfalista, ideologizada, politizada, detentora de toda la Verdad, fuera de la cual no hay salvación: la Iglesia de Constantino y los Papas guerreros, príncipes, corruptos, enriquecidos, nepotistas… Es una pena. «Tontos, esta noche te van a reclamar la vida» (Lc.12,21), termina el evangelio del próximo domingo. Y la Historia es lineal, no da marcha atrás, ni es circular. «Nunca te bañarás en el mismo río».