sábado, 27 julio, 2024

AQUÍ MANDA EL ESPÍRITU… Y SUS CÓMPLICES

Gonzalo Fernández Sanz

Director de VR

El pasado mes de mayo se celebró en Madrid la 30ª Asamblea General de la CONFER. El tema de este año llevaba un título provocativo: “¿Quién manda aquí?”. Para acotar su enfoque y despejar equívocos, se añadía un subtítulo clarificador: “Corresponsabilidad y obediencia”. Se trataba, pues, de reflexionar sobre la autoridad y la obediencia en clave sinodal y en el contexto de una vida consagrada cada vez más pequeña y envejecida.

El encuentro coincidía con el estallido del caso de las clarisas de Belorado, que ha ocupado tiempos y espacios en los medios de comunicación de España y de otros muchos países. Aunque se trata de un asunto que parece de otros tiempos y en el que concurren elementos dispares, el fondo tiene que ver mucho con el ejercicio de la autoridad y la práctica de la obediencia. Si obedecer es, ante todo, escuchar con el corazón para discernir la voluntad de Dios y ejercer la autoridad es una mediación para ayudar a cumplir lo que Dios quiere de nosotros, quien no es capaz de “escuchar” de verdad no está en condiciones de “mandar”. La escucha no se realiza solo en el santuario de la conciencia individual, sino también en el seno de la Iglesia, la comunidad escuchante y obediente.

No podemos quejarnos de falta de literatura bíblica, histórica, teológica, psicológica y espiritual sobre estos temas. El liderazgo es un hoy un asunto estrella. El problema está en la brecha que existe entre la reflexión audaz y la práctica anquilosada. Todavía abundan hábitos personales y colectivos que contradicen el sentido más genuino de la autoridad y la obediencia, comenzando por los vocablos que seguimos utilizando para denominar a los hermanos y hermanas que sirven. Es obvio que entre decir “superior” o “servidor” hay un salto de comprensión, aunque ambas palabras comiencen por ese, terminen por erre y consten de ocho letras.

No hay líder eclesiástico o civil (obispos, párrocos, superiores religiosos, presidentes, ministros, etc.) que no comience su mandato diciendo que su objetivo es servir a las personas que le han sido confiadas. El lenguaje del servicio es moneda común entre nosotros. Y, sin embargo, no acabamos de superar, tampoco en la Iglesia, una cultura del dominio y un estilo piramidal que, en ocasiones, lleva al abuso y a la corrupción. Refiriéndonos a la vida consagrada, cuando las personas elegidas o nombradas para un cargo no han comprendido el verdadero sentido de la autoridad y no han interiorizado las actitudes necesarias para ejercerla desde la escucha, el respeto y el servicio, se disparan los demonios del autoritarismo o, por defecto, de la dejación de responsabilidades. Cuando, además, no existen o son solo nominales los mecanismos de contrapeso e incluso de control (consejos, asambleas, visitas, plazos precisos, etc.), se producen desequilibrios que desdibujan la naturaleza obediencial de la vida consagrada y merman su credibilidad. No es infrecuente que el autoritarismo de quienes mandan venga acompañado –y a veces hasta provocado– por el infantilismo y la pasividad de quienes obedecen.

El momento sinodal que estamos viviendo en la Iglesia –y del que la vida consagrada es vanguardia– exige acentuar mucho más la búsqueda coral de la voluntad de Dios (mediante procesos comunitarios de discernimiento) y la corresponsabilidad en su ejecución. Solo cuando escuchamos juntos a Dios, escuchamos los signos de los tiempos y nos escuchamos entre nosotros, podemos hacernos cargo –ser corresponsables– del peso de la vida en común y de la misión. Entonces, quienes ostentan el servicio de la autoridad no tendrán que fingir una actitud de servicio que no poseen, sino que todos viviremos como normal la cultura del servicio y del cuidado mutuo. Seguirá habiendo problemas de todo tipo (porque no dejamos de ser fieramente humanos), pero las referencias serán inequívocas y, por tanto, la práctica de la autoridad y la obediencia no se dejarán guiar por inercias históricas de dominio o pasividad, sino por un verdadero espíritu evangélico de escucha, discernimiento, servicio y corresponsabilidad. Aquí mandan el Espíritu y sus cómplices; es decir, todos.

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