Incluso a los que no creen, el pesebre repite su anuncio: que Dios nos ha dado un Salvador. Y lo dice en un lenguaje universalmente comprensible. De hecho, este Salvador asume nuestra carne, emprende nuestros viajes, comparte nuestras esperanzas y desalientos, pisa este mundo, vibra con él, ama, sufre y, como cualquier ser humano, a menudo es herido. «Hoy, en Belén de Judea, os ha nacido un Salvador», dicen los relatos evangélicos a los pastores. Estamos a dos mil años de este anuncio y muy lejos de Judea, pero en estos días, sea cual sea la estación existencial en la que nos encontremos, esta palabra resulta ser cierta. Y la llegada de un Salvador causa conmoción. Nuestra vida no sólo adquiere más valor, sino que se convierte en otra cosa. Adquiere un sentido, una fuerza y un entusiasmo que sólo Dios puede aportar. Ahora lo que somos no es sólo la sufriente indecisión, el irresoluble equilibrio entre la bondad y la imperfección, entre lo que queremos y lo que no podemos conseguir.
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