A tu mesa, con los pobres, el Rey

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Lo has oído: “Yo mismo buscaré mis ovejas”, “yo mismo apacentaré mis ovejas”.

Es el Señor quien lo dice, y entiendes que él, tu Dios, él en persona, seguirá el rastro de sus ovejas y las librará, él en persona recogerá las descarriadas, vendará las heridas y curará las enfermas…

Y tú, que escuchas hoy la palabra del profeta, la reconoces cumplida en Cristo Jesús, tu buen pastor, tu Rey y Señor.

En el humilde y pobre Jesús de Nazaret, el Señor tu Dios salió en persona a buscarte, se hizo remedio para tus heridas, medicina para tus dolencias, consuelo para tu aflicción, palabra cercana para tu soledad.

En Jesús, el Señor tu Dios vino en persona a ser agua para tu sed, se hizo pan para tu camino, luz para la oscuridad de tus ojos, resurrección y vida para tus huesos olvidados en los dominios de la muerte.

Y por eso, porque el profeta te hablaba de Dios y tú, mientras lo escuchabas, veías el rostro Jesús de Nazaret, terminada la lectura, con verdad, con gozo y con fiesta en el corazón hiciste tuyas las palabas del salmista: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

Las hiciste tuyas con un sentido nuevo que sólo tú puedes les puedes dar, pues sólo tú tienes acceso al misterio de tu relación personal con Cristo Jesús, al misterio de tu relación única con el buen pastor de tu vida; sólo tú sabes del amor con que te cuida, sólo tú sabes de sus desvelos por ti.

Y formando con tus hermanos una sola Iglesia, un solo cuerpo, una asamblea eucarística, vas diciendo, repitiendo, aclamando, lo que Dios es para ti: “¡El Señor es mi pastor!: ¡Nada me falta!”. En su tienda, en su casa, a su mesa me hace recostar; aquí sacia mi sed, aquí repara mis fuerzas.

Si lo escuchas, él te guía por el sendero justo.

Si comulgas con él, él será tu pan, tu medicina, tu perfume, tu vida, tu salvación.

Si lo escuchas y comulgas con él, él será tu buen pastor, él será tu rey.

He dicho: “Si lo escuchas”, “si comulgas con él”.

Y habremos de ahondar en el misterio de esa escucha, de esa comunión.

Es el Rey quien nos lo recuerda: si no lo recibimos –si no lo escuchamos y comulgamos con él- cuando se nos acerca en los pobres, tampoco lo habremos recibido, aunque hayamos oído y comido, en el misterio de la eucaristía.

La certeza de que lo escuchamos y comulgamos con él, nos la da el agua que le ofrecemos en los sedientos, el pan con que lo alimentamos en los hambrientos, el vestido con que cubrimos su desnudez, el calor con que aliviamos su soledad, el abrigo con que lo protegemos de la angustia.

Escucha, contempla, comulga, ama, y la bondad de Dios y su misericordia te acompañarán todos los días de tu vida.

Escucha, contempla, comulga, ama, y los pobres darán testimonio de que, a tu mesa, has sentado a tu Rey.

Escucha, contempla, comulga, ama, y heredarás el reino preparado para ti desde la creación del mundo.

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