Lo que hoy evocan las lecturas, lo que nosotros recordamos y vivimos, es un encuentro con Dios, encuentro que acontece porque él viene a nuestra casa y nosotros lo recibimos, o porque nosotros vamos a él y es él quien nos recibe.
El cronista del libro del Génesis dice que “el Señor se apareció a Abrahán”, pero Abrahán no vio al Señor, sino que “vio a tres hombres en pie frente a él”, y a esos tres hombres atendió con las prisas que uno se daría para atender a Dios: entró corriendo en la tienda, puso prisas a Sara, corrió a la vacada, y ordenó que todo fuese preparado enseguida.
El evangelio dice que “Jesús entró en una aldea”, y que “una mujer llamada Marta lo recibió en su casa”. Aquella mujer recibió a Jesús, pero tampoco ella vio a Dios, aunque para atender a Jesús se multiplicó como si en su casa hubiese entrado Dios.
Y en la misma casa, otra mujer, “llamada María… sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra”. Tampoco María vio a Dios, pero estaba haciendo “con el Señor” lo que el creyente, por serlo, hace con Dios: “escuchar su palabra”.
“A Dios nadie lo ha visto jamás”. No lo vio Abrahán. No lo vio Marta. Pero los dos hicieron lo que estaba en sus manos “para dar abasto con el servicio”, y los dos recibieron al Señor. No lo vio María, pero, sentada a los pies del Señor, aquel día se hizo discípula de Dios.
Lo que hasta aquí hemos considerado es apenas un aspecto del misterio que hoy se nos propone: hemos visto que Abrahán acogió a tres hombres, que Marta recibió a Jesús, que María se quedó prendida en la palabra de Jesús; pero hay también un antes y un después para las prisas de Abrahán, un antes y un después para el afán apresurado de Marta, un antes y un después para la quietud de la escucha de María. Antes que María, Marta y Abrahán reciban a sus huéspedes, han sido recibidos por ellos, han sido escogidos, han sido llamados, han sido agraciados, Dios ha venido a ellos, se les ha acercado, se ha hecho por ellos un Dios necesitado, un Dios que llega pidiendo, pero no para recibir él lo que no tiene, sino para dar lo que no tienen los visitados; y ése es el después de cada encuentro: el don de Dios, lo que la gracia de Dios deja en la vida de quienes lo reciben.
Ahora ya podemos entrar en el misterio de nuestra eucaristía: eres tú, comunidad eclesial, la que hoy recibes y eres recibida; eres tú la que te apresuras y te multiplicas para agasajar a tu Señor; eres tú la que preparas el pan y el vino y cuanto se necesita para la mesa de la eucaristía y de los pobres. Y eres tú la que llegas a este encuentro porque Dios te ama, porque Dios se te ha hecho cercano en Cristo Jesús, porque, en Cristo Jesús, Dios se hizo pobre para enriquecerte con su pobreza, porque en Cristo Jesús, Dios te ha entregado el sacramento de su amor. Y eres tú la que, a los pies de Jesús, escuchas hoy su palabra y gozas con su presencia y escoges para ti la mejor parte porque le escoges a él. Y eres tú la que hoy recibes no ya la promesa sino el don de un Hijo, la comunión con el más amado, y eres tú la que, en ese Hijo, con ese Hijo, por ese Hijo, entras en la vida misma de la Trinidad santa.
Pero aún me quedan otros “eres tú”, que será necesario desvelar: el cuerpo del Hijo, eres tú; el don de Dios para los pobres, eres tú; el perdón de Dios para los pecadores, eres tú; la ternura de Dios para los abandonados al borde del camino, eres tú.
Escucha lo que dice tu Señor, lo que dicen tus pobres: “Estoy a la puerta llamando; si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos”.
Feliz eucaristía.