NÚMERO DE VR, DICIEMBRE 2021

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Tres cuidados y un propósito

Estamos en un momento objetivamente interesante, que no fácil. Interesante porque de manera real hay una disposición a poner nombre y solución a situaciones sistémicas que nos han hecho daño en la historia reciente. No es fácil porque la tentación es frivolizar la sinodalidad hasta reducirla a un «brindis al sol» que ocupe nuestros textos y nuestro tiempo. Pero es mucho más, estamos reconociendo haber perdido el tren de la historia porque probablemente hemos perdido también el tren de la fraternidad, si así se pudiese hablar. Por eso hemos de afrontar este presente conscientes de desconocer la voz del Espíritu al que seguramente unos y otros, también los consagrados, le hemos dicho más de una vez por dónde debe ir para que todo vaya bien.

Desde mi punto de vista, ahora que seguimos en terapia colectiva de salud en la humanidad, se imponen tres cuidados urgentes en los que los consagrados debemos dar un salto cualitativo.

El primero es tener cuidado para que las palabras no tapen la vida, sino que la expresen. Por más que anunciemos comunión solemnemente desde un micrófono en una asamblea, ésta no brota por ósmosis. Por más que escribamos palabras, una tras otra, argumentando, sosteniendo y ajustando a la historia lo que es y lo que no es, la fraternidad nace cuando hay verdad compartida, pasión por el Reino y renuncia explícita a cualquier tentación de poder. Porque «el poder corrompe siempre (…) por lo que nadie se atreve a reconocer que ansía tenerlo, ya que sería reconocer que se está dispuesto a ser corrupto» (J. Antonio Marina). Pero la fraternidad quiere ser la propuesta de una sociedad limpia que solo busca a Dios. Por ello, la vida consagrada, debe salir del marasmo de los titulares que, con buena intención, confunden el de-seo con la verdad; lo puntual con lo constante; la esencia con la apariencia. Ahora tan preocupados como estamos –y debemos estar– por la transparencia y la información, deberíamos hacer un repaso de lo que se publica y queremos que se publique sobre la vida consagrada y su misión. Y lo siento, lo siento mucho, pero por más que manejemos idioma de iniciados y hablemos una y otra vez de puertas abiertas, escucha, diálogo, acogida y perdón, nos encontramos inmersos en estructuras muchas veces obsoletas que en poco o nada se identifican con maravillosos titulares por nosotros dictados.

Hay un segundo cuidado que se hace particularmente evidente en nuestro tiempo. El liderazgo no se fabrica: se discierne y descubre. Es evidente que nuestra sociedad y nuestro estilo de vida necesita líderes. El contrapunto cultural y evangélico de los consagrados es que encontramos el liderazgo en el silencio, la escucha del Espíritu y el discernimiento. Si artificialmente lo «fabricásemos», incluso con buena intención, estaríamos contribuyendo al descrédito de la vida consagrada, sus congregaciones, confederaciones y comunidades. Sobre este particular va cundiendo una paradoja y es  que la vida consagrada suscita líderes que por alguna razón, institucionalmente, se desconfía de ellos y ellas porque la desestabilizan, la mueven y desplazan. Y llegar a creer que la vida consagrada tendrá porvenir sin escuchar los liderazgos que el Espíritu quiere, es su condena.

El tercer cuidado es no confundir la etiología de las enfermedades. Unas son institucionales y otras personales. No se puede zanjar cualquier cuestión afirmando que todo es responsabilidad personal, porque la persona no puede encontrar respuestas que le son necesarias en estructuras gastadas o injustas. De igual modo, no se pueden construir estructuras nuevas con personas bloqueadas ante cualquier posibilidad vocacional de novedad. A mi parecer, la prioridad hoy consiste en ocuparnos de las enfermedades institucionales. Porque no hay que reparar estructuras, hay que hacerlas nuevas.

Finalmente, considero imprescindible un propósito que desencadene estos cuidados y que no puede ser otro que acabar con un persistente silencio de muerte en algunos consagrados: conceder, callar, dejar pasar, no participar, auto-desplazarse… no son signos de comunión, sino respuestas de miedo que no generan vida. El proceso sinodal, traído a la proximidad de nuestras casas puede tener una traducción bien concreta: levantar la voz y situarse. No se engañen, sin la exposición de cada uno y cada una con el riesgo que comporta, el cambio es una quimera.