Crisis y desaciertos

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portada-julio-2014No piensen que estoy insinuando, una vez más, la delicada situación numérica de los institutos religiosos. No me estoy refiriendo, tampoco, a la difícil armonía de personas de generaciones muy distantes. Tampoco, y debería hacerlo, al inexistente crecimiento intercultural de nuestras congregaciones, porque nos seguimos manteniendo en una «correcta aceptación» de la multiculturalidad, como necesidad. Me quiero referir al afán de poder que limita, empobrece y achata no pocas decisiones de comunidad y misión, absolutamente necesarias para hoy.

Sabemos que el afán de poder y los mecanismos utilizables para lograrlo son tan antiguos como la historia de la humanidad. También sabemos que entre los aspectos más originarios de la vida religiosa, destaca el nutrirse de personas que experimentan tal libertad, que no necesitan otra afirmación sino Dios, en su vida. Cuando percibimos en nosotros mismos y, lógicamente, a nuestro alrededor, afirmaciones que buscan solo el poder, lo que detectamos es falta de fe y en lo que ésta se sustenta, el vacío afectivo.


¿Será que en la vida religiosa no hemos sabido darnos afecto? ¿Será que hemos entendido que la fe transcurre por un camino diferente al desarrollo normal de la vida? El poder en los ámbitos de la vida religiosa es miserable. Haría sonreír a los poderes reales de nuestro mundo. Pero a ejemplo de quienes dominan sin comprender, también podemos ejercer nuestra tiranía desde un manojo de llaves, una silla de dirección, un pasillo, una administración de los bienes comunes o un superiorato. La cuestión no es de magnitud de poder, sino de deterioro vital o desubicación vocacional.

No ha nacido quien, desde el gobierno, acierte en todas sus decisiones. Parciales, ambiguas, interesadas o débiles. La adjetivación puede ser variada para expresar lo mismo. Depositamos en ese servicio una capacidad que debe estar en cada uno. En un tiempo como el actual, en el que urge la dinamización de la misión y la adecuación de la comunidad al lenguaje de este siglo, pudiera ocurrir que el arte del gobierno se gaste inútilmente en armonizar poderes. Para que, así, se de la triste ilusión de que todos ganan y todos estén contentos.

Llevamos unos meses verdaderamente contentos. El Papa Francisco ha llenado nuestra vida, como religiosos y cristianos, de esperanza. Ha inundado las redes de mensajes transformadores y provocadores que gustan y nos gustan porque evocan evangelio y verdad. Pero va teniendo uno la sensación de que son mensajes que nos satisfacen, porque pensamos que son otros los que tienen que cambiar. De igual manera, constatamos que hay pocos discursos que satisfagan tanto a la vida religiosa como aquellos que hablan de nuevos modelos de vida, misión, presencia y comunidad. Son textos que leemos y aplaudimos a rabiar porque contienen la necesidad de cambio y conversión; de verdad en nuestra oración y nuestras cuentas; de amor sin medida y sin parcelas… Y perdónenme, pero uno se pregunta, ¿qué es lo que aplaudimos o para quién pensamos que eso viene bien? ¿Qué estoy dispuesto a cambiar de mi opulencia de información, dinero y afectos? ¿Qué experiencia tengo, realmente, de debilidad, humildad y huída del poder?

No nos equivoquemos. La vida religiosa es un don, lo ha sido en todos los tiempos. En este también, pero tiene que encontrar su sitio y no es geográfico. Es antropológico. Hay pocas experiencias tan dolorosas como cerrar presencias o trasladar comunidades, una de ellas es convertirse y ayudar a convertir estilos de vida. Recuperar a las personas que han confundido el seguimiento de Jesús, con conseguir su plan.

Ésta es la nueva ubicación de la vida religiosa, desde ella, es posible una nueva presencia: fraterna, alternativa y vocacional. Hasta entonces, hasta que no lo asuma en primera persona, por favor, basta de aplausos… que son solo ruido.

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