HABLAMOS DE CAMBIO

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injerto1Queremos decir, en realidad desarrollo, evolución y novedad. Ocurre como con casi todos los términos importantes de la vida que inyectamos en él lo que nos parece, la historia que arrastramos o las aspiraciones confesables e inconfesables. Cambio es un término polisémico. Nuestra Iglesia vive un tiempo de cambio. Es innegable, como lo es que los tiempos de cambio entre nosotros suelen durar tanto que, a penas, se perciben los efectos en la mirada corta. Sin embargo, cuando pudiera dar la impresión que todos estamos de acuerdo con el cambio, resulta que no es así. A algunos les parece un cambio lento, mientras otros lo estiman precipitado. Los más se van sumando a uno u otro carro matizándolo conforme, digámoslo así, a interesados intereses… Hay quienes se emplean a fondo sosteniendo una y otra vez que se está diciendo y proponiendo lo de siempre, aunque, de hecho, nunca se haya propuesto así. Y otros, están entendiendo que en algunos signos que vivimos el giro va a ser «copernicano». Unos y otros hacen una lectura miope –a mi entender– de la real transformación que una institución como la Iglesia, está viviendo en este tiempo.

Lo cierto es que si algo tiene que definir la comunidad cristiana y en ella la vocación, el servicio y la misión de la vida religiosa es la capacidad para integrar los cambios como desarrollo. Como aquella evolución lógica –que dicen los manuales– que permite integrar que un paradigma ha dado paso a otro, sin enfrentamiento ni ruptura, sino desde la evolución de los componentes que se han manifestado en un momento dado de la historia inexpresivos para una época. Sobre este aspecto me ha resultado especialmente iluminador la lectura de los acontecimientos históricos que propone Albert Nolan. Recorría él los grandes hechos de nuestra historia, positivos y negativos, para concluir que ambos habían posibilitado algunos logros que hoy disfrutamos, o damos por supuestos o nos parecen innegables. Quizá esa serena lectura sea el ingrediente imprescindible para una correcta interpretación de estos tiempos de cambio. Nada es fruto del azar y sí de una reflexión que comprende y se acerca a una revelación progresiva que se hace camino y encuentro con el ser humano de cada época.

Siendo así, es indudable que vamos cambiando. Una evolución imparable hacia otra edad, por ejemplo, que no nos permite estancarnos en una inocencia cómoda de la adolescencia. Es verdad que algunos se empeñan en decir con obras y palabras que el tiempo no pasa; pero todos se sonríen, menean la cabeza y comentan por lo bajo, «qué ingenuo, no se da cuenta que el tiempo ha pasado».

Conviene echar una mirada, aunque sea superficial, a las personas. Ese grupo plural y variopinto que hoy componen la realidad de la vida consagrada. Aquellos sobre los cuales estamos dejando caer propuestas de renovación y píldoras de novedad. En ocasiones lo hacemos, eso sí, sin saber si la medicación se adecua realmente al paciente. Hay un buen grupo de religiosos y religiosas que diariamente se miden “la tensión espiritual”. No buscan otro latido sino el de Jesús. Éstos no se dejan alterar fácilmente por los vaivenes de prensa, popularidad o moda, porque saben que están insertos en una forma de vida con vocación de eternidad. Justamente estos son los que tienen que guiar el futuro. Son los líderes que pueden integrar los nuevos valores sin que abran brechas imposibles con lo vivido. Son los que tienen semillas de posibilidad que hay que sembrar, cuidar, regar y sostener porque sirven también para otros. Sobre ellos y ellas recaen las propuestas de renovación, reforma y reestructuración que beben con necesidad y con fe. No se trata de aquellos líderes carismáticos de otro tiempo a quienes nunca se cuestionaba, porque el liderazgo carismático único es de Jesús. Estos son la mayor parte de la vida religiosa. Los hay de todas las edades y en todas las latitudes. Estos abrazan la reforma de este tiempo con esperanza porque, por la fe, han descubierto que como viene de Dios es buena. Son hermanos y hermanas que están trabajando y actuando la bienaventuranza del Reino de manera incesante. Ya sea cosiendo o leyendo; gobernando o enseñando; escribiendo o investigando; predicando o confesando; curando o acompañando; escuchando o consolando, orando o cantando… Han integrado que la vida religiosa es compromiso diario en la acción transformadora del Reino o misión.

El clima, sin embargo, es de un cierto respeto o indiferencia. Es indudable porque son tiempos (de cambio) en los que se permite a cada uno vivir en esta era y, a la vez, convivir pacíficamente con aquel siglo del que uno se ha enamorado. Por ejemplo, hay mucha gente que vitalmente todavía no se ha enterado que estamos en la segunda década del siglo XXI y siguen celebrando, proponiendo y enseñando con esquemas intelectuales del XX. Hay personas que creen tener alma renacentista porque arreglan con el mismo empeño una cisterna, una homilía o pintan una puerta. El resultado no suele ser tan armónico y lo que mejor les queda es lo de la cisterna. Hay algunos y algunas que formulan todo el día y casi en todas las horas de él, aquello de “aquí lo que hay que hacer”. Son estupendos porque mantienen la tensión de la nada, nunca llegan a hacer nada y experimentan la fatiga de la inacción que en académico llamamos síndrome burnout. También hay, o puede haber hermanos, cada vez menos, que se quedaron en el“a desalambrar…” ya mucho más cansado y más «desalamabrados» interiormente, pero con «nostalgia setentera». Son los mentores del «cuéntame cómo te ha ido», aquellos maravillosos años,  lo disfrutan, lo recrean, discuten con el guión y, lo mejor, creen que cambian sin moverse un centímetro, porque, en realidad, el cambio son ellos. Lo peor de estas nostalgias congeladas es que hoy no se las entiende, ni significan, ni se necesitan y, lo peor, que ocupados en sostenella y no enmendalla, no son capaces de disfrutar y acompañar un presente que se les ha ido. Este grupo numeroso se divide, a su vez, en dos. Uno es el de los apasionados y apasionadas por el manutergio, aquellos que encuentran sentido a la vida en ofrecer la complejidad de la celebración, la medida de las rúbricas y la calidad de las vinajeras… aunque no haya quien celebre; y dos, aquellos que sostienen un grito solidario por realidades que no existen. Ambos se encuentran en el desierto de la conservación. Porque hay conservadores muy progresistas… dependiendo en qué y con quien…

Hay también un grupo que uno no sabe bien qué hacen aquí. Se han quedado para una sola cosa y es para decir: “no estoy de acuerdo”. Si hay una propuesta de reforma protestan porque “cambian todo”; si se afirma que conviene conservar una tradición sana, se quejan porque “aquí no cambia nada”. Son los testigos de aquel pasaje bíblico: “¿con qué los contentaremos?”. Y la respuesta es lacónica: “absolutamente con nada”. Unidos a todos ellos y ellas está el grupo de los “superoptimistas” palabra que no existe, pero que refleja bien un estilo de vida y de compromiso estancado en el “no existir”. No experimentan crisis vitales, pero tampoco compromisos vitales. Sencillamente viven a golpe de estímulo y confunden frecuentemente la acción pastoral con hinchar un globo; una celebración con una conversación y un encuentro profundo con ver juntos una película. No llegan al todo vale, pero ese «superoptimismo» impostado convierte su testimonio en prescincible, sin incidencia y, lógicamente sin interrogante.

Hay pocos voluntaristas, pero los hay. Entre ellos y ellas cabe también un abanico amplio de posibilidades: los “gerentes”que son voluntaristas que miden la eficacia evangélica por las reuniones programadas, número de convocados o convocadas y por las reuniones que de ellas nacieron; los “etéreos”, que creen que la falta de visión se subsana con un festival vocacional, por ejemplo; los “labradores”, que solo encuentran tranquilidad en el sudor, son los de la máxima alejada de cualquier ilusión que grita: «la vida religiosa necesita trabajo, trabajo y trabajo…» A su lado no suele crecer yerba mala… ni buena tampoco; los “pandilleros y pandilleras” que son bien peligrosos. Han confundido la vida religiosa con los míos, siempre tienen alguien en frente. Y claro, sólo proponen, piensan y actúan para los suyos. Han quedado en una “nostalgia de Sion” tengan la edad que tengan y sueñan con una vida religiosa de pandilla, de cómplices y complicidades a veces condicionando la vida de sus hermanos. A estos pandilleros les encanta que pase algo aunque sea malo; se emplean a fondo en asambleas y capítulos para condicionar lo más que puedan el Espíritu y la comunión.

En esta tipología cómica-crónica cabemos todos. Es bien cierto que no existen espíritus puros ni actitudes plenamente limpias. Algo de voluntarismo, mezclado con una dosis de esperanza, una pizca de conservación alimentada por la inercia y el no saber cómo salir de ella, suelen estar presentes en este universo religioso del siglo XXI. Todo ello, bien aderezado por ciertas unidades de esperanza y profecía, nos da un perfil de hombres y mujeres que buscan su futuro y, además, quieren hacerlo en sincera respuesta a lo que Dios quiere.

Hace no mucho reflexionaba con un grupo de superiores mayores sobre la situación de nuestro tiempo. Me preguntaba si se han agotado las estructuras o las personas. Analizábamos como, ciertamente, las estructuras hoy muestran un agotamiento muy notable, pero concluíamos que la situación es prolongación de las situaciones personales, hijas, a su vez, de nuestro tiempo. En arquitectura, por ejemplo, se ha estudiado mucho las enfermedades de los inmuebles, no tanto aquellas evidentes que pueden provocar incluso el derrumbe, sino aquellas otras que por falta de ventilación, visión, exceso o falta de humedad, provocan una cadena de enfermedades en los usuarios, sean éstas físicas o psíquicas. Me preguntaba entonces, y me pregunto ahora, si no estaremos viviendo una serie de patologías que no sean otra cosa sino la respuesta del cuerpo congregacional a la desconfiguración de las obras respecto a la misión. Dicho de otro modo, si el desajuste cronológico de una red de presencias, no está provocando que las personas no puedan crecer en la gratuidad y libertad; las comunidades en la sinceridad y la misión en la urgencia. Tiene uno la sensación de que años sucediéndose en los que las expectativas de misión se han de silenciar a favor de sacar adelante lo que tenemos, está provocando un tono sin visión, cortoplacista, plano, «desvocacionado» y triste. Aquella urgencia del kairós tan presente en otro tiempo, no lejano, se ha visto sucedida por una racionalización de los hechos y las posibilidades; una fragmentación de la cooperación y un funcionariado de la misión que nos está haciendo daño y que hay que erradicar. Se percibe un cierto adormecimiento psíquico que no está permitiendo la maduración antropológica del religioso, aunque aparentemente hayan madurado los oficios, responsabilidades y cargos. No es un fenómeno nuevo, pero si preocupante. Ya hace años el psiquiatra Robert J. Lifton analizó comportamientos que nos pueden resultar familiares. Contactó este autor con aquellos valientes soldados que consiguieron volver a su país desde Vietnam. Descubrió que todas las estrategias y capacidades adquiridas para la guerra, los incapacitaban sin embargo para la vida familiar y la atención de las necesidades básicas. Habían perdido aquellos hombres la capacidad para amar, sentir, emocionarse y vivir la sencilla vida familiar. Hay tardes que uno se pregunta si no nos estará ocurriendo a los religiosos lo mismo, que bien atendidos tantos frentes externos, la vida en común y la espiritualidad de la misión estén entre paréntesis, o abandonadas.

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