Queridos: nuestras preocupaciones de hoy no son, manifiestamente, las que alteraron la normalidad de la vida en las tiendas de los israelitas acampados en el desierto; ni son tampoco las que expresó a Jesús su discípulo Juan, cuando éste vio “a uno que echaba demonios” en nombre del Maestro.
Pese a todo, la palabra proclamada este domingo en nuestra celebración está llena de resonancias que necesitamos percibir para no ceder a la desesperanza.
“¡Ojalá todo el pueblo de Dios fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!”
¡Ojalá todo el pueblo sintiese de alguna manera en su carne el dolor de Dios por la muerte de sus hijos!
Ojalá todo el pueblo recibiese el espíritu de Dios para conocer las profundidades de Dios, también su dolor.
Nos hace falta el espíritu de Dios para conocer la perfección de su ley, la fidelidad de su precepto, la pureza de su voluntad, la justicia de sus mandamientos.
Necesitamos el espíritu del Señor para reconocer a Cristo y reconocer nuestra propia carne en el hermano que sufre, en los hermanos que mueren.
Él, el Señor, indicaba esa misteriosa comunión, cuando dijo a sus discípulos: “El que no está contra nosotros, está a favor nuestro”.
Y esa comunión con Cristo hace valioso, precioso, incluso el vaso de agua que damos al hermano “porque es del Mesías”, porque es su cuerpo.
Que no cerremos a los pobres la puerta de la esperanza, por nuestra vana pretensión de entrar en la vida, no sólo con el cuerpo entero, sino también con nuestras riquezas.
Más nos vale entrar sin nada en el Reino de Dios que ser echados con todo al abismo, “donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”.
Feliz comunión con Cristo y con los hermanos.