Hoy el evangelio nos habla de juicio y nos da una clave real, preciosa y asequible para todos: ¡Haz el bien! Ama. Despierta lo mejor que hay en ti y ofrécelo a los demás. Ese es el juicio. Quizá en nuestra Iglesia nos hemos perdido en otro tipo de discursos, moralidades, costumbres y ritos… que se alejan de este mandato del amor. Quizá nuestras congregaciones en sus proyectos de reorganización necesiten más que reformar estructuras despertar e insuflar “vida” en el corazón de sus hermanos y hermanas. A veces, nos escudamos en la costumbre, en la ley de la inercia o en “el siempre se ha hecho así” para dar de lado o pasar de puntillas por el sufrimiento ajeno. Para no dar de comer o de beber…
La semana pasada, en una céntrica calle de Madrid, encontré a un señor descalzo, con síntomas de hipotermia y de alcoholismo… un joven universitario se acercó conmigo y le preguntamos cómo estaba, el chico llamó al Samur Social y al poco tiempo llegó y se llevó al señor descalzo…
También una chica joven en la puerta de una pizzería pedía -casi a gritos- una pizza porque tenía hambre… la gente pasaba de largo y nadie parecía acoger su demanda. También esta vez fueron unos jóvenes los que entraron en la pizzería y le regalaron una pizza familiar que ella comió con ansia…
A veces lo más sencillo lo hacemos difícil. Las reacciones más espontaneas las desvirtuamos con sesudas disertaciones para terminar no haciendo y quedar con la conciencia tranquila… A veces, incluso, domesticamos el mensaje del evangelio, como el de hoy, para que Jesús diga lo que justamente nosotros entendemos que debe decir. Ni más ni menos. Siento que no acabamos de entender y de hacer –yo el primero-, algo hemos perdido por el camino de la corrección y de los buenos sentimientos que nos han desconectado de la realidad. Del sufrimiento real que padece tanta gente.
Vivimos un momento muy complicado desde todas las perspectivas. Las instituciones tradicionales no consiguen dar respuesta a la gente… más bien parecen estar preocupadas en la defensa a ultranza de sus propios intereses. Es, aunque no nos demos cuenta, el camino adecuado y rápido para volverse insignificantes. En la Iglesia necesitaríamos tirar de creatividad, de pasión evangélica y acudir a tantos lugares donde se nos necesita y que están pidiendo a gritos algo tan básico como comida, agua, ropa, escucha… Mientras contemplamos las noticias de los miles de inmigrantes en Canarias abandonados a su suerte, mientras criticamos la ley Celá o contemplamos con estupor las noticias vaticanas lo mismo podríamos hacer algo, como Iglesia, digo yo…
Otros miles de personas sin bandera religiosa ni política ya lo están haciendo. Me refiero a sanitarios, cuidadores, señoras y señores de la limpieza, jóvenes anónimos que regalan su tiempo y sus medios para solidarizarse con las personas menos favorecidas… todo ello nos lleva a creer en la humanidad, a recuperar la esperanza. Puede que institucionalmente estemos perdidos; sin embargo, hay corazones de personas que no tanto, porque creyentes o no, sabemos que el juicio, el único juicio, aquí y ahora, es el amor.