VIVIR Y DEJAR VIVIR

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Conjugar bien estos verbos en la convivencia no es dejadez, es un arte. El diccionario de la RAE nos ofrece dos matices clave: «Vivir en compañía de otro u otros» y «Coexistir en armonía». Ambos importantes y en ambos se subraya lo esencial, la vida. Y aquí es donde no pocas realizaciones humanas –llamadas comunidad– hacen agua. La vida no siempre está cuidada, no siempre hay coexistencia, no siempre es en armonía, no siempre es vida. Por eso, para nuestro tiempo, emerge una inquietud a la que debemos responder. Lo que no sirva a la vida, no sirve al evangelio; lo que no cualifica la vida, no cualifica el seguimiento de Jesús.

Estamos en una era en la que necesariamente tenemos que entrar en la pedagogía de lo nuevo o permitir que aparezca la sorpresa del Espíritu que, hoy por hoy, no conocemos. Aspecto bien diferente a la novedad que irrumpe por doquier, ofreciéndonos aparentes cambios, mejoras y soluciones que se insertan, más bien, en los dinamismos de estrategas que fraguan el futuro. Lo nuestro, como tantas veces hemos señalado, es el porvenir. Lo incierto, lo no previsto, lo que tantas veces sobrepasa y descontrola nuestros procesos tan lógicos.

Ese porvenir se propicia cuidando la vida. Aprendiendo a vivir y dejar vivir. No está tan claro que algunos procesos formativos enseñasen a las personas a vivir, o a tomar el pulso de la propia vida, o a buscar y sostener un sentido vital. Hay algunos indicadores en la vida consagrada que son preocupantes a este respecto. Hay demasiados cuidadores y cuidadoras de la vida de los otros sin vida propia. Personas y estilos centrados en formas, incapaces de llegar a su fondo. No están contentos con su vida –no pueden estarlo– e irradian descontento en los espacios por donde pululan, controlan, deciden o ven pasar tediosamente las tardes. Hay demasiadas comunidades sin vidas hechas y, por tanto, sin vidas compartidas y sin capacidad para entender hoy, ahora, de repente, cómo pueden empezar a compartir de verdad, cuando solo han sido una construcción personal e independiente en un clima societario y uniformado.

Necesitamos un salto de vida. Necesitamos que quienes tienen tomado el pulso de su vida se pronuncien. Digan dónde están y qué viven; cómo comparten y esperan un porvenir diferente. Lo nuevo no nace de lo convencional. En el terreno de lo frecuente solo aparecen gestos puntuales de novedad y esos tienen cara de «parche», son a penas unas piedras de sal que no consiguen dar sabor nuevo a la comunidad. El parto no será sin dolor, no lo es nunca. Es imprescindible que se hagan audibles voces de personas que, estando vivas, nos digan cómo viven y dejan vivir; cómo celebran la vida y agradecen los estilos de vida que con ellos y ellas comparten existencia y anuncian porvenir. Es imprescindible que esas palabras se escuchen y nos hagan pensar. Hay auténticos maestros y maestras con calidad de vida entre los consagrados. No son ni los que más hablan – o hablamos– ni a los que más se atiende.

Los “micros” y los auditorios siguen al servicio de lo convencional. Lo que no afecte ni invite a cambiar. Todavía sostenemos un discurso vacuo, quienes nos creemos poseedores de una «piedra filosofal» de lo comunitario que, sin embargo, ni vive ni deja vivir. Es un discurso que suena bien, pero no multiplica, ni genera esperanza. No consigue contagiar a todos y todas que esto es suyo, es su sitio, es su casa, su hogar.

Cuando le preguntaron a Pedro Arrupe qué le diría a un joven que quisiera ser jesuita, entre los criterios sencillos que esbozó dijo: «no vengas si piensas que haces un favor a la Compañía». Todavía podemos creernos que hacemos un favor a la comunidad donde estamos. Así no vivimos y mucho menos arriesgamos. No damos vida a la comunidad, cuidamos el sistema. No ayudamos a compartir, sino a proteger. No construimos porvenir, consumimos historia.

Hay que descubrir espacios donde se viva y se deje vivir. Comunidades con sentido y horizonte. Y no es individualismo, es encarnación de los carismas. Es rostro, personalización y posibilidad. Es necesidad.