La persecución y asesinato de personas por el mero hecho de ser cristianas es totalmente inaceptable. El Papa está insistiendo en la necesidad de tomar medidas concretas para defender a los cristianos perseguidos. Lo que está ocurriendo en Siria, Libia, Kenia y un largo etcétera, es la conjunción de la violencia religiosa con la violencia anti-religiosa. Violencia religiosa porque apela al nombre de Dios. En realidad es una apelación blasfema a más no poder. Y violencia anti-religiosa, con el agravante de que se dirige precisamente a los creyentes de una religión que, en sus distintas confesiones, más trabajan por la paz y más claramente han pedido perdón por las injusticias cometidas en el pasado en nombre de Dios.
¿Qué hacer cuando uno es víctima de la violencia anti-religiosa? ¿No cabe otra salida que aceptar pasivamente el martirio? Juan Pablo II dijo que la compatibilidad del amor con la justicia pasa por el perdón, no por la venganza. Este gran principio vale una vez que se ha sufrido un atropello. Pero hay una cuestión previa: ¿tiene uno derecho a defenderse ante injustas agresiones? Pablo VI, en la Populorum Progressio, consideró que, en algunos casos, pudiera ser legítimo el uso de la violencia defensiva. Y es doctrina eclesial que los gobernantes tienen la obligación de defender a los ciudadanos ante injustas agresiones. ¿No cabría aplicar estos principios ante la actual violencia anti-cristiana?
La discusión, a mi entender, no está a nivel de principios, sino de medios. En este terreno siempre nos encontramos con las inevitables ambigüedades de lo humano, con el peligro de cometer excesos. Cuando el diálogo es imposible, ¿sería legítimo usar la fuerza siempre que el objetivo fuera precisamente el diálogo, aunque fuera sobre algunas ruinas? En situaciones de violencia y persecución, ¿cómo activar soluciones imaginativas inspiradas en el evangelio, que pasen por la no violencia? Gandhi en la India, Martín Luther King en Norteamérica, o los grupos de Solidarnosc en Polonia encontraron soluciones no violentas ante Gobiernos que, de una u otra forma, apelaban a la ley.
Pero los que asesinan a cristianos en Siria, Irak o Kenia, o los que queman Iglesias en Nigeria y Pakistán, son grupos ante los que cualquier respuesta no violenta carece de efecto. Lo único que cabe es presionar a las instancias internacionales o a los gobiernos árabes moderados para que tomen cartas en el asunto, evacuando a los que están en peligro, y dejando solos a los asesinos que, entonces, quizás terminarán asesinándose entre ellos. Cuando queremos proponer soluciones concretas, aparecen las dificultades. ¿Pero podemos quedarnos cruzados de brazos porque algunas ambigüedades empañen el resultado?