En la encrucijada actual de la vida consagrada tenemos que preguntarnos, lo más honestamente posible, dónde situar el esfuerzo, qué es lo urgente o, incluso, qué es lo que no puede continuar ni un día más. No es camino el buenismo miope que aparentemente valora todo, porque no valora nada, ni la mirada enferma que necesita quemarlo todo, puesto que todo es signo de pecado o de confusión.
¿Los procesos de innovación y transformación que consideramos imprescindibles, no están, sin embargo, tejidos de decisiones de vértigo envolventes y caprichosas? Desgraciadamente abundan consagrados (ellos y ellas) que para sentirse útiles tienen que estar liberando energía constantemente, por eso continuamente fraguan decisiones que teóricamente abaratan la vida, aunque la hagan imposible, desde el punto de vista fraterno y ecológico.
¿Qué estamos haciendo con la vida consagrada? Pues, en buena medida la estamos sometiendo a una revisión de aquel calibre que vivió la empresa española allá por los lejanos 80. Se trata de una «reconversión industrial», un tanto trasnochada y un pelín alejada de su objetivo principal y primero que es la mística.
Quizá la cuestión radique en las personas que estamos llevando a cabo –o proponiendo– las reformas. Cómo son nuestros niveles de fe o adhesiones a la trascendencia. Cómo nuestros principios teologales o económicos; nuestra mirada poética o nuestros diseños productivos y competitivos de la vida. En cierto modo, damos la impresión de garantizarnos los que estamos porque «no es tan seguro que a esto venga alguien más».
La vida consagrada, sin embargo, se identifica mucho más con lo artesano que con lo industrial. Con la mirada «poco práctica» sobre la existencia más que con los ritmos de producción. La vida consagrada se sitúa en aquellos prototipos que los sagaces de nuestro mundo denominan ingenuidad, más que en los núcleos de opinión, interés o marketing. La vida consagrada es, desde el punto de vista de la rentabilidad, absolutamente prescindible porque no condiciona la «cesta de la compra», aunque ahí curiosamente radique su incuestionable atractivo. La vida consagrada desde el punto de vista sociológico tiene muy condicionado su futuro en occidente, sin embargo, desde el punto de vista teológico tiene unas posibilidades inmensas para su porvenir, de otra manera.
El contraste tan fuerte que estamos viviendo nos asoma a una realidad nueva. Juzgar lo que conocemos de los consagrados y sus procesos desde los principios de posibilidad y futuro, redundan en la conciencia de crisis. Conscientes de ser los últimos podemos ofrecer pistas de salvación que, en realidad, son pistas de conservación desde un punto de vista económico, sanitario o de seguridad para quienes estamos. Diré como confidencia muy personal que me preocupa especialmente la colección de empresas «samaritanas» que continuamente se nos ofrecen para hacer negocio (redondo) a costa de nuestra enfermedad, soledad o vejez.
El problema, como en tantas otras cuestiones tiene dos pilares que, a mi modo de ver, están condicionando gravemente las posibilidades de reforma espiritual y estructural de las instituciones de vida consagrada. Un pilar es la identidad. No está nada claro quiénes somos y, mucho menos, que la aparente unidad sea corporativa, dialogada y emocionada. En este sentido, conviene señalar que los procesos formativos, en general, han estado bien intencionados, han cuidado, sobre todo, el parecer y la adaptación a un medio societario desde el punto de vista externo de la persona. Es sorprendente, por ejemplo, que en buena parte de las instituciones se haya dejado de preguntar y, por tanto, cuidar el crecimiento espiritual, directa y personalmente a sus miembros, apenas transcurridas las primeras etapas de formación. Se ha proporcionado un crecimiento de pertenencia coherente en lo corporativo y externo, pero no es tan claro que hayamos sabido o podido atender allí donde se fraguan las decisiones que importan o donde, de hecho, cada persona sitúa el sentido de su vida. Sería complejo catalogar los indicadores de lo que estamos afirmando, quizá solo como ejemplo podamos citar la terrible «esquizofrenia» que vivimos entre los principios de pobreza del deber ser, con los que, de hecho, son. Consecuencia, en buena medida, de la pérdida voluntaria de la conciencia de clase de la vida consagrada. Los orígenes humildes de una buena parte de los consagrados, han vivido una mutación sorprendente al ingresar en las congregaciones u órdenes y este «desclase» está también afectando decisivamente a quienes sienten que deben cambiar, pero experimentan una profunda inseguridad de que el cambio les supone una debilidad que, hoy por hoy, no están dispuestos o dispuestas a asumir.
Otro pilar es la visión. Se trata de la capacidad espiritual para proyectar vida y ver más allá de los límites espacio-temporales de nuestro tiempo. La visión nace del estudio, pero sobre todo de la contemplación y el silencio. Tienen visión aquellos que saben y ven que algunas familias religiosas (incluida la suya) pueden morir, pero nunca morirá la vida consagrada; tienen visión quienes no se matan por lo concreto o por la obra que ellos o ellas han creado. Tienen visión y gozan con el Espíritu quienes de verdad y no solo de «boquilla» valoran cada época de la historia. Tienen visión quienes dialogan y escuchan; quienes innovan y transforman. Quienes ceden y esperan. Tienen visión quienes, en este tiempo, en comunidad, se significan más por los silencios creativos que por las palabras en chorreo. Hace no mucho, me decía un religioso de mi congregación respecto al papa Francisco, cómo está atinando en las apreciaciones sobre las dinámicas de crecimiento y fortalecimiento de la vida comunitaria; y como está describiendo perfectamente los estilos tóxicos, las actitudes más negativas y lacerantes siempre unidas a las palabras impropias, el chismorreo y hasta la difamación. Incluso los estilos de vida google o Wikipedia. Tan presentes en las comunidades y tan silenciosas las comunidades ante sus presencias.
La visión va a devolver a los consagrados a su lugar, sencillo y débil. Es una visión que, sobre todo, trabajará aquello que es posible e irrenunciable para ser comunidad. La visión es poco práctica porque el centro es cada persona. Ya lo urgente no es que las cosas salgan, sino que las personas vivan. Visión invita a escuchar a cada uno y su historia. Invita a dar espacio, protagonismo y posibilidad a cada persona. También a quienes hace mucho les ha negado. La visión libera a las casas de propietarios y jefes; amas y señoras y las llena de hermanos y hermanas que buscan a Dios. Recrear nuestros estilos desde la visión no supone esfuerzo, ni sesudas sesiones de análisis y evaluación que gustan a quienes afectivamente hace mucho que no superan el examen de la vida. Es otro planteamiento. Es vivir sin competir. Es identificar consagración, ante todo, con amor. Porque sin él, es todo un entramado de soltería, más bien gris, sin incidencia ni trascendencia y abocado a la esterilidad. Abocado al fin.
Hola, Gonzalo, mi nombre es María Cristina, soy religiosa carmelita misionera y vivo en La Habana, Cuba. Aquí trabajamos atendiendo un hogar para ancianas. Decirte que de vez en cuando entro en tu blog y encuentro algún escrito que me parece bueno y rápido de leer. Hago lo mismo con otros autores. Entonces lo imprimo y lo comparto con algunos de los trabajadores, que también lo aprecian y lo disfrutan. A todos nos sirve para ser un poco mejores. Quiero darte las gracias, que sepas que por acá te leemos y nos hace bien. Es verdad que lo ideal sería recomendarles tu blog pero para la mayoría no es posible pues el acceso a internet es caro todavía además de muy lento. Así es que, aunque me da pena por aquello del cuidado del medio ambiente, creo que vale la pena gastar un poco de papel y tinta. Sólo eso, agradecerte y que ojalá podamos seguir contando con tus apuntes. Un abrazo desde La Habana.