¡Ven, Señor Jesús!

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¡Ven,  Señor Jesús!

Necesitamos proclamarlo, prepararlo y vivirlo. El tiempo litúrgico de Adviento (ADVENTUS, en latín ‘venida, llegada’) nos invita a disponer nuestro corazón para acoger al Salvador del mundo. Este es el Adviento cristiano, el tiempo de espera y puesta a punto para el nacimiento del Mesías. Pero también es una invitación a vivir siempre en espera, a ser personas con esperanza, hasta el definitivo encuentro con el Señor, personal y único para cada uno.
Y entonces, entendemos el por qué hay que estar en estado de vigilia en la noche, cuando la oscuridad nos impide ver la Verdad tal como es.
En realidad, la vida es camino aquí y ahora hacía el encuentro definitivo, por tanto, hay una espera vital, una espera casi inconsciente. Pero, ciertamente, no nos gusta esperar; en este mundo de la inmediatez y del momento, las esperas nos inquietan, nos impacientan, incluso nos ponen de mal humor, porque esperar a causa de la impuntualidad de otros nos parece una falta de respeto; el tiempo es oro, se dice. Nos pasamos la vida esperando, esperamos los resultados de un examen, el sueldo a final de mes… y a veces con verdadera ansiedad. Pero también esperamos los grandes acontecimientos y celebraciones con mucho cariño, dedicación y detalle, hasta el punto que ya los estamos saboreando. Pues a esto nos llama el Adviento… a prepararnos y gozar con la espera, porque quien viene bien lo merece todo.
La espera comporta silencio, dudas, preguntas sin respuestas: dónde estás Señor, hasta cuándo debo esperar… tengo miedo, estoy cansado. Ser vigías es permanecer a la espera; pero el tiempo aquí no se puede contabilizar en horas, días, meses o años; es el tiempo de Dios, no es nuestro. Este encuentro nos pide perseverar en la espera, no rendirse, es la fe cierta del Mesías que nos salva ya desde el pesebre. Es la gracia de saber que el Señor siempre viene, viene hacia la humanidad, también hacia cada uno de nosotros, y se nos revela de nuevo en un niño, porque necesitamos encontrarnos de nuevo con los niños, y dejar que nuestra ternura se exprese, renueve nuestra vida y volvamos a abrazarnos aunque sea solo por una noche, la noche del Niño de Belén.
Ser vigías es no dejarse llevar por el desánimo. La esperanza en el Señor nos trae la paz; y la gracia de la paz calma nuestra inquietud. Por el contrario, la impaciencia, el cansancio, la rigidez –que se contagian– nos dificultan la espera. La esperanza es amiga de la paciencia, la serenidad, la calma, la confianza, el abandono… que no es pasividad ni mucho menos; la esperanza se acompaña de una fe firme, una fe alimentada con la oración y con la acción, dejando que el tiempo realice su trabajo oculto, hasta que aparezca el primer brote. La esperanza da aliento a la fe, y la fe da sentido a nuestra espera.
Hay que educar en la esperanza, en la lucha y el esfuerzo, en la confianza y el empeño. Hay que aprender a esperar, porque todo tiene su tiempo, y no podemos acelerar nuestra vida, ni tampoco apagarla, ni tan solo saltarnos sus etapas naturales… Eduquemos en la espera que nos ayuda a saborear más lo que será. A lo largo de la historia de la humanidad cuantos hombres y mujeres no han luchado para realizar su sueño de un mundo mejor. Pero primero hay que soñar en este mundo, hay que creer en él, solo así iremos dando los pasos hasta acercarnos más y más, y alcanzarlo. Soñar en el Señor que nos ama, que ama inmensamente su Creación, y que nos da la gracia para atravesar todos esos tiempos en los que la oscuridad nos envuelve. La esperanza nos mantiene en camino. Nosotros, hombres y mujeres de fe, ayudemos a caminar a los que no ven la luz; seamos la luz para los que no conocen la Luz; seamos consuelo para los que lloran, alimento para los hambrientos, hermanos y hermanas de los que se sienten solos y abandonados. Como decía san Juan Pablo II: Seamos testigos de la esperanza.
La esperanza debería ser una actitud habitual en la vida de fe porque en nuestra vida diaria surgen dificultades y problemas; que la angustia no nos paralice, mejor decirnos: “ya se arreglará, dejémoslo descansar en Dios”, y esperar, esperar el tiempo propicio, el que cada uno necesita para abrazar de nuevo. La oración confiada en el Señor nos regala esta esperanza de saber que todo tiene su tiempo, y que tras la oscuridad de la noche… volverá a despertar la luz del día, entre nieblas y nubes… hasta que la definitiva gracia nos devuelva un cielo eternamente azul.
María es la mujer de la espera esperanzada… Como toda madre, durante nueve meses va a esperar al Niño, en mayúscula, porque es alguien grande. Y va a esperar como todas las madres, con alegría pero no con menos inquietud. María es la mujer de la esperanza, y si es de Dios, será como el ángel lo ha anunciado. Esta es la esperanza de María: el FIAT al Señor que siempre cumple sus promesas.
Como María, seamos padres y madres de esperanza. El Señor nos pide que seamos portadores de esperanza, que nuestra palabra sea de amor, de compasión, de paz y alegría; que no perdamos el tiempo en deseos inútiles y efímeros. En Navidad, Dios se hace uno en medio de la humanidad y nos salva. Que en este tiempo de Adviento, encendamos muchas luces a nuestro alrededor; protejámoslas de los vientos que soplan, de los que se empeñan en celebrar la Navidad ignorando la luz de la Estrella del pesebre de Belén.
Adviento, tiempo para hacer saborear la cercanía de Dios, nuestra Esperanza.
Para quienes no lo hayan leído todavía, les dejo este fragmento de Charles Péguy, El misterio de los Santos inocentes…
Y la Esperanza es una niñita de nada 
que vino al mundo la Navidad del año pasado 
y que juega todavía con Enero, el buenazo, 
con sus arbolitos de madera de nacimiento,
cubiertos de escarcha pintada,
y con su buey y su mula de madera pintada,
y con su cuna de paja que los animales
no comen porque son de madera.
Pero, sin embargo, esta niñita esperanza es la que
atravesará los mundos, esta niñita de nada,
ella sola, y llevando consigo a las otras dos virtudes,
ella es la que atravesará los mundos llenos de obstáculos.
Como la estrella condujo a los tres Reyes Magos desde
los confines del Oriente, hacia la cuna de mi Hijo,
así una llama temblorosa, la esperanza,
ella sola, guiará a las virtudes y a los mundos,
una llama romperá las eternas tinieblas…