Un silencio restaurador

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Desde mi experiencia, descubro que para mantener en tensión la urdimbre de la vida, es necesario un “silencio rescatador” de lo esencial del existir humano, que ha quedado sepultado entre tanto ajetreo, preocupaciones y dificultades. Es vital en cada uno de nosotros recuperar un silencio desenterrador del tesoro escondido en nuestro propio corazón, del que nos hemos ido separando por la inercia y la sobrecarga de nuestros quehaceres.

Ciertamente, este sano silencio no sólo nos es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o tomar una decisión crucial, sino que es un instrumento de lucha diario contra la superficialidad, para no dejar pasar la continua invitación de la vida a crecer (GE 169).

Encuentro en el día a día, que hay una gran relación entre el silencio y la palabra, son dos de los hilos que tejen nuestro vivir. Ambos deben equilibrarse y alternarse, para propiciar una real cercanía entre las personas. Pero en este tejido de silencio y palabra, descubro siempre un hilo de oro, que da una luz auténtica a toda la tela de la vida, se llama: Evangelio, un hilo entrañable que me ayuda a entrar en la realidad que estamos viviendo.

No es nada nuevo decir que estamos viviendo, a nivel mundial, un “atardecer tormentoso”, con esta larga pandemia y sus consecuencias. Y de este “nuestro atardecer” nos habla el Evangelio de Marcos, cuando dice: “Aquel día, al atardecer, les dice Jesús [a sus discípulos]:…” (Mc 4,35). Jesús tiene algo que decirnos, hagamos silencio y escuchémosle.

Al igual que a los discípulos, nos sorprendió en este año y medio una tormenta inesperada y furiosa, pero gracias a ella nos estamos dando cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente.

Es sorprendente que, en medio de la tormenta, Jesús duerme confiado en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Él está seguro en las manos de su Padre, la tempestad pone al descubierto su inmensa confianza en Dios.

Y en nosotros la tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad, y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades, con las que habíamos construido nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene, y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad, el total abandono en las manos de Dios.

Es buena la tempestad, pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos: que de Dios venimos y a Él volvemos, caminando juntos. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos, siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos: esa pertenencia de hermanos, que tanto necesitamos hoy.

La falta de fe de los discípulos es la nuestra, que nos hace gritar: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4, 38). Pero en la tormenta de esta pandemia, y de todas las dificultades de la vida, hemos sido fortalecidos en la fe ante el despliegue de personas valientes y generosas, que han arriesgado su vida, no lo olvidemos. Hemos palpado cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes, corrientemente y olvidadas, que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas, pero que están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia.

Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos cuánta gente cada día demuestra paciencia, e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos en estos momentos difíciles de nuestra historia.

La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. “¿Por qué tener miedo?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos una mano salvadora. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza en nosotros, y al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar, y a activar esa unidad y esperanza capaz de dar solidez y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.